Hola a todo aquel que se tome su tiempo para pasar por este humilde rincón. En este blog, se publicarán mis fics, esos que tanto me han costado de escribir, y que tanto amo. Alguno de estos escritos, contiene escenas para mayores de 18 años, y para que no haya malentendidos ni reclamos, serán señaladas. En este blog, también colaboran otras maravillosas escritoras, que tiene mucho talento: Lap, Arancha, Yas, Mari, Flawer Cullen, Silvia y AnaLau. La mayoría de los nombres de los fics que encontraras en este blog, son propiedad de S.Meyer. Si quieres formar parte de este blog, publicando y compartiendo tu arte, envía lo que quieras a maria_213s@hotmail.com

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miércoles, 23 de diciembre de 2015

Los placeres de la noche * Capítulo 3

Sinopsis: Kyrian, príncipe y heredero de Tracia por nacimiento, es desheredado cuando se casa con una ex-prostituta contra los deseos de su padre. El bravo general macedonio, traicionado por la mujer a la que tanto ama, venderá su alma a Artemisa para obtener su venganza, convirtiéndose así en un cazador oscuro. Amanda Deveraux es una contable puritana que sólo ansía una vida normal. Nacida en el seno de una familia numerosa y peculiar, tanto sus ocho hermanas mayores como su madre poseen algún tipo de don, una de ellas es una importante sacerdotisa vodoo, otra es vidente, y su propia hermana gemela es una caza-vampiros. Cuando su prometido la abandona después de conocer a su familia, Amanda está más decidida que nunca a separarse de sus estrambóticos parientes. Pero todo se vuelve en su contra y, tras hacer un recado para su gemela, se despierta en un lugar extraño, atada a un ser inmortal de dos mil años y perseguida por un demonio llamado Desiderius. Por desgracia para ellos, Desiderius y sus acólitos no son el único problema que deben enfrentar. Kyrian y Amanda deben vencer ahora la conexión que los une; un vínculo tan poderoso que hará que ambos se cuestionen la conveniencia de seguir juntos. Aún más, él sigue acosado por un pasado lleno de dolor, tortura y traición que le convirtió en un hombre hastiado y desconfiado. Cuanto más descubre de su pasado, más desea Amanda ayudarle y seguir con él y darle todo el amor que merece...



La autora dice: Este libro es completamente propiedad de Sherrilyn Kenyon. Es el 4º libro de la serie Dark Hunter. Yo lo publico sin ningún tipo de interés económico, solo para que podamos disfrutar de esta increible historia.. y para que la temperatura suba!






CAPÍTULO 3

¡El maravilloso tío bueno es un vampiro!

–¡No, no, no y no! –El cuerpo de Amanda era presa de continuos estremecimientos de terror y le es-
taba costando un esfuerzo supremo contener los chillidos–. ¿Vas a chuparme la sangre?

Él alzó una ceja en un gesto sarcástico.

–¿Es que tengo pinta de abogado?

Amanda ignoró el mordaz comentario.

–¿Vas a matarme?

Él soltó un suspiro exasperado y su rostro adoptó una expresión irritada.

–Si tuviese intención de hacerlo, ¿no crees que ya estarías muerta?

Se acercó a ella y le ofreció un amago de sonrisa maliciosa que Amanda reconoció como un intento
de intimidación. Y vaya si funcionó.

Hunter alzó la mano que tenía libre para acariciarle la piel del cuello, bajo la que latía la yugular. El
roce, ligero como una pluma, provocó una oleada de escalofríos por todo su cuerpo.

–Puestos a pensarlo, podría dejarte seca y después arrancarte la mano de un bocado, para librarme
de ti.

Aterrorizada, abrió los ojos de par en par.

–Pero... estás de suerte; tampoco tengo intención de hacer eso.

–Deja el sarcasmo, ¿vale? –balbució con el corazón desbocado, ya que no estaba muy segura de que
estuviese bromeando y de que en el momento menos pensado, se abalanzara sobre ella con el rostro
desencajado y comenzara a chuparle la sangre–. Me resulta difícil hacer frente a esta situación. Ponte en mi lugar. Lo único que hice fue ir a casa de Tabitha para sacar a su perro porque si no iba a hacerse pis en su cama. De ahí pasé a ser golpeada en la cabeza y he acabado encadenada a un vampiro. Perdó-
name si parezco un poco trastornada en este momento.

Para su sorpresa, Hunter alzó una mano y dio un paso hacia atrás.

–Tienes razón. Supongo que no estás acostumbrada a que la gente te ataque sin motivo aparente.

Por su tono, Amanda supo que él –muy al contrario– tenía una amplia experiencia en encontrarse en
medio de este tipo de situaciones. Hunter le respondió con una sonrisa forzada que no le llegó a los ojos.

–Si te sirve de consuelo, no me alimento de humanos.

Por alguna razón, la confesión sirvió para mejorar su ánimo. No es que acabara de creérselo pero,
aun así, se sentía más tranquila.

–Entonces, ¿eres como Ángel?

Él puso los ojos en blanco.

–Ves demasiada televisión –murmuró y añadió en voz más alta–: Ángel tiene alma. Yo no.

–Me estás asustando de nuevo.

La expresión de su rostro indicó que estaba pensando en lo que le había dicho antes: «Nena, todavía
no has visto nada escalofriante».

Volvió a mirar al pasillo.

–De acuerdo. Vamos a tener que salir corriendo antes de que el sol avance. –Hunter le dedicó una
mirada penetrante–. El problema más grave es que no sé adónde lleva este pasillo. En el caso de que
nos condujera a un lugar al aire libre y sufriera una agonizante muerte por combustión espontánea, ne-
cesitaría que me hicieras un favor.

–¿Un favor? –preguntó con incredulidad. Desde luego qué cojones amenazaba ¿y se atrevía, después de todo, a pedirle un favor?–. Claro, ¿por qué no? –le preguntó.

Se quitó el anillo que llevaba en la mano derecha y se lo ofreció.

–Necesito que lo guardes y que busques un árbol.

Amanda miró el anillo con el ceño fruncido. Estaba rayado y tenía bastantes abolladuras, lo que indi-
caba que había sido bastante maltratado. O que la mano que adornaba había sufrido muchas vicisitudes.

Los rubíes se engarzaban en la parte superior y sostenían una espada de diamantes, rodeada por
diminutas esmeraldas con forma de hojas de laurel y rematada por un zafiro a modo de corona. Estaba claro que era una joya antigua y muy valiosa. ¿Por qué se lo confiaba a ella? Sin saber muy bien qué
hacer con él, se lo metió en el bolsillo de los vaqueros.

–¿Sirve cualquier árbol? –le preguntó.

–Cualquiera. Cuando estés debajo del árbol, pronuncia las siguientes palabras: «Artemisa, yo te in-
voco en tu forma humana».

–Artemis...

Hunter le puso la mano sobre los labios.

–Por Zeus, no lo digas hasta que yo haya desaparecido. Una vez hayas pronunciado las palabras, es-
pera hasta aparezca una mujer pelirroja, muy alta, y le dices que necesitas protección frente a Deside-
rius.

Amanda arqueó una ceja.

–¿Quieres que invoque a una diosa para que me proteja?

–Si no lo haces, os atrapará a ti y a tu hermana.

–¿Es que te importa?

–Mi trabajo consiste en proteger a los humanos de los Daimons; eso es lo que hace un Cazador Os-
curo. –Aunque había adoptado una expresión dura, sus ojos brillaban de un modo que le decía que tras aquella historia se ocultaba mucho más.

–¿Qué son los Daimons? –le preguntó.

–Son vampiros con sobredosis de esteroides y complejo de dioses. Prométeme que lo harás.

¿Por qué no? Era una petición muy extraña pero, teniendo en cuenta que estaba encadenada con unos grilletes a un vampiro, ¿quién era ella para decidir lo que era extraño y lo que no?

–Vale.

–Bien. Ahora, salgamos de aquí a toda prisa.

Antes de que pudiera contestar, Hunter agarró el grillete que rodeaba su muñeca y corrió hacia la
derecha, siguiendo el pasillo. Mientras corrían sobre el suelo oxidado, Amanda se dio cuenta que esta-
ban en una especie de fábrica abandonada.

Al final del pasillo encontraron unas escaleras que bajaban al piso inferior. Hunter tiró de ella hasta
llegar al último escalón y aparecieron en una habitación enorme con suelo de cemento. Las antiguas paredes metálicas estaban abolladas y los rayos del sol se filtraban a través de las grietas.

El Cazador Oscuro retrocedió hasta quedar en las sombras, lejos de la luz. Su rostro parecía ligera-
mente quemado por el sol pero, en conjunto, no se veía muy mal tras su loca carrera.

–¿Y ahora qué? –le preguntó ella mientras recobraba el aliento.

Él ni siquiera tenía la respiración alterada. Pero había clavado los ojos en sus pechos con sumo inte-
rés y la miraba de forma un tanto... ardiente.

Amanda cruzó los brazos como barrera de protección.

Y, por primera vez, le vio esbozar una verdadera sonrisa cuando cayó en la cuenta de que la mano
de Hunter estaba peligrosamente cerca de su pecho. Tan cerca que las puntas de sus dedos le rozaban
el pezón.

Amanda sintió que el fuego corría por sus venas. Bajó los brazos de inmediato hasta dejarlos a am-
bos lados del cuerpo, todo ello bajo la sonrisa burlona de él que, aunque malvada y de labios firmemente apretados, seguía siendo devastadora. El brillo de diversión en sus ojos quitaba el aliento y su rostro se había suavizado hasta mostrar un encanto juvenil que podría derretir el corazón de cualquier fémina.

Echó un vistazo alrededor de la fábrica vacía.

–Ahora echo en falta un móvil o una línea de metro. Sabía que debería haber aceptado la plaza de
Nueva York.

Confundida, Amanda alzó la mirada.

–¿Plaza? ¿A qué te refieres? ¿Es que lo de cazar es un empleo regularizado?

–Sí, incluso me pagan.

–¿Quién te paga?

En lugar de contestar, Hunter alzó una mano indicando que guardara silencio; un gesto que estaba
empezando a cabrearla. Básicamente, porque siempre presagiaba algún tipo de problema. Y ya estaba
cansada de enfrentarse a los problemas de Tabitha.

Dos segundos después, se escucharon los pasos de alguien que rodeaba el edificio desde el exterior.
Hunter la ocultó entre las sombras, junto a él, mientras escuchaban con atención. Había colocado el
brazo libre alrededor de sus hombros, para poder mantenerla pegada a su cuerpo.

Amanda se quedó petrificada cuando su espalda se apoyó por completo en el pecho masculino y la
asaltó una oleada de inoportuno deseo. La tibieza que emanaba del cuerpo de Hunter la ayudaba a en-
trar en calor, y esa aura de virilidad y poder masculino la subyugaban. Y aún más inquietante era el
agradable aroma a cuero y sándalo que comenzaba a invadir sus sentidos.

Deseaba a este hombre.

¿Estás loca? ¡Este tipo es un vampiro!

Vale, pero un vampiro que está como un tren.

Kyrian no podía respirar debido a la proximidad del cuerpo de Amanda. Sus agudizados sentidos la
percibían por completo. Escuchaba el ritmo alocado de su corazón, la sequedad de su boca y, lo que era peor, podía paladear su deseo.

Y eso lo estimulaba aún más. Y le recordaba por qué había establecido el hábito de evitar a las muje-
res tanto como le resultaba posible. Maldito seas, Desiderius. Porque, en esos instantes, le resultaba
muy difícil recordar que no podía poseerla. Y aún más difícil era obviar su aroma. O su forma de moverse, como la de una bailarina segura de sus pasos. Su cuerpo esbelto era la personificación de la elegancia y no le costaba mucho esfuerzo imaginarla sentada a horcajadas sobre él mientras le proporcionaba un placer sexual que, estaba completamente seguro, ningún otro hombre le había dado antes.

Su entrepierna se tensó hasta un punto cercano al dolor. No podía recordar la última vez que se ha-
bía puesto tan duro por una mujer. Y tenía que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no be-
sarla; y para no enterrar los labios en su garganta e inhalar ese aroma dulce y cálido mientras... Flexionó los dedos, aumentando la presión que ejercía sobre los hombros de la chica, al darse cuenta de que sólo tenía que bajar la mano unos centímetros y podría acariciar su pecho. Tan sólo unos centímetros...

De repente, el sonido de un walkie-talkie rompió el silencio.

–Es un albañil –susurró Amanda, echando a correr hacia una ventana.

Kyrian siseó cuando ella lo arrastró hacia la luz del sol y volvió bruscamente a la sombra.

–Lo siento –murmuró. Se acercó con cuidado a la ventana, asegurándose de no exponer a Hunter a
los rayos del sol–. ¡Eh! –exclamó para llamar la atención del trabajador, que se encontraba a unos me-
tros de distancia, hurgando en un viejo tractor.

El albañil la miró, perplejo. Se acercó a la ventana con el ceño fruncido y miró hacia el interior. En-
trecerró los ojos al encontrarlos.

–¿Qué están haciendo aquí? Esta zona está cerrada al público.

–Es una larga historia –le contestó Amanda–. La versión resumida es que me dejaron tirada. ¿Por ca-
sualidad no tendría un móvil? Necesito hacer una llamada. ¿Le importaría prestármelo?

Aún frunciendo el ceño, el tipo le pasó el móvil a través de la ventana.

Hunter se lo quitó de inmediato.

–¡Oye! –le espetó, alargando el brazo para volver a cogerlo.

Poniéndolo fuera de su alcance, la ignoró mientras marcaba un número.

–¿Dónde estamos? –le preguntó al trabajador mientras se colocaba el teléfono en la oreja.

–En la antigua planta Olson.

–¿En Slidell?

Amanda alzó una ceja, atónita al comprobar que el Cazador Oscuro había reconocido el lugar. Ella
llevaba toda la vida viviendo en Nueva Orleáns y no tenía ni idea de que existiese este sitio.

–Sí –contestó el hombre.

Hunter asintió con la cabeza.

–Oye –le dijo a su interlocutor–, soy yo. Estoy en la antigua planta Olson, en Slidell. ¿Sabes dónde
está?

Hizo una pausa para escuchar lo que tuviese que decirle la persona que se encontraba al otro lado
de la línea.

Amanda lo observó atentamente. Le sorprendía que fuese capaz de hablar sin enseñar los colmillos,
pero los disimulaba muy bien. Y, ahora que lo pensaba, ¿cómo podía un vampiro estar tan bronceado y su piel ser cálida al tacto? ¿Cómo tenía pulso? ¿Cómo es que su corazón seguía latiendo? ¿No se suponía que los vampiros eran no-muertos, pálidos y fríos?

–Sí –dijo Hunter–. Necesito que me saques de aquí, preferiblemente antes de que el día avance.

El Cazador Oscuro cortó la llamada y arrojó el teléfono al trabajador, que esperaba al otro lado de la
ventana.

–¡Eh! –le gritó Amanda, sacando el brazo por la ventana para reclamar el teléfono–. Lo necesito.

–¿A quién vas a llamar? –le preguntó Hunter de modo amenazador.

–No es asunto tuyo.

Él le quitó el teléfono de nuevo.

–Mientras estemos encadenados es asunto mío.

Amanda lo miró con los ojos entrecerrados y agarró el teléfono.

–Tócame las narices, tío, y doy dos pasos a la derecha.

La furiosa y candente mirada que le dedicó el Cazador Oscuro hizo que un escalofrío le recorriera la
espalda.

–No te atrevas a llamar a tu hermana.

La furia que reflejaba su rostro consiguió que Amanda recapacitara y retrocediera, ya que no quería
tentar a la suerte. Le entregó el teléfono al hombre.

–Gracias –le dijo.

El tipo se colocó el móvil en el cinturón y la miró de forma acusadora.

–Tienen que marcharse, ya saben que esto es...

El Cazador Oscuro alzó la mano y los ojos del hombre perdieron toda expresión.

–No hay nadie en el edificio. Ve a hacer tu trabajo.

El tipo se alejó sin decir una palabra más.

¿Control mental? Amanda miró boquiabierta a Hunter. Por supuesto que tenía poderes mentales. Era
un vampiro.

–Será mejor que no uses ese truco conmigo –le dijo Amanda.

–No te preocupes. Eres demasiado obstinada para que funcione.

–Bien.

–No, desde mi punto de vista no es bueno.

Aunque las palabras fueron más bien cortantes, había una luz en la profundidad de sus ojos que in-
dicaba que no estaba tan molesto como pretendía hacerla creer.

Ella lo miró con recelo. Estaba apoyado sobre una columna, con aire despreocupado y, aun así,

Amanda tenía la impresión de que estaba absolutamente atento a todo lo que los rodeaba, tanto en el
interior del edificio como en el exterior.

–¿Por qué te convertiste en un vampiro? –le preguntó antes de pensar lo que iba a decir–. ¿Has con-
vertido a alguien en contra de su voluntad?

Él abrió los ojos y alzó una ceja.

–Nadie se convierte en Cazador Oscuro a menos que lo desee.

–Y tú estuviste de acuerdo porque querías... –su voz se desvaneció mientras esperaba que él le ex-
plicara.

–...acabar con las humanas entrometidas que no dejan de darme la lata con sus preguntas.

Amanda debería estar asustada, pero aún resonaban en sus oídos las palabras de Desiderius, según
las cuáles Hunter jamás haría daño a un humano.

¿Sería cierto?

Recorrió con la mirada su delicioso cuerpo, deseando poder estar completamente segura.

Ambos se quedaron callados durante unos instantes, hasta que fue incapaz de soportarlo por más
tiempo.

–Entonces –dijo, intentando romper el incómodo silencio–, ¿cuánto crees que tendremos que espe-
rar?

–No lo sé.

–¿A quién llamaste? –Un nuevo intento de conversación.

–A nadie.

Amanda respiró hondo y luchó por controlar el súbito impulso de estrangularlo.

–No te gusta que te hagan preguntas, ¿verdad?

–¿Quieres que te sea sincero? Ni siquiera me gusta hablar. Prefiero esperar en silencio.

–¿Ensimismado?

–Sí.

Amanda sopló un resoplido.

–Bueno, pues resulta que estoy aburrida, y si tengo que estar aquí esperando a que vengan a por
nosotros, me gustaría entretenerme con algo.

La mirada de Hunter descendió hasta sus labios y, muy despacio, siguió bajando hasta sus pechos y
sus caderas. Después cerró los ojos, pero Amanda había visto el deseo voraz en aquellas profundidades oscuras. Podía sentir su deseo; un deseo violento y exigente.

–Se me ocurre un modo de entretenerte...

Ella abrió los ojos de par en par.

–No irás a morderme, ¿verdad?

Hunter le contestó con una pícara sonrisa.

–No quiero morderte, agapeemenee. Quiero desnudarte y mordisquear cada centímetro de tu piel,
especialmente tus pec...

Amanda alargó un brazo y le tapó la boca con la mano para hacerlo callar. La suavidad de esos la-
bios, en contraste con la aspereza de su barba, la dejó aturdida. Y el contacto de su piel bajo la mano
provocaba una especie de descarga eléctrica. Tragando saliva, se apartó de él.

–Pensaba que los vampiros no podían tener relaciones sexuales.

Él alzó una ceja y la miró con expresión burlona.

–¿Qué tal si tú y yo llevamos a cabo un pequeño experimento, sólo para probar?

Amanda pensó que debería sentirse molesta. Debería enfadarse. Debería sentirse de cualquier for-
ma, salvo excitada por sus palabras.

Pero, mientras recorría con la mirada ese cuerpo esbelto y perfecto, la idea comenzaba a resultarle
cada vez más atractiva.

Kyrian notó su confusión. Estaba considerando su oferta. Si el ardor en su entrepierna no hubiese si-
do tan insoportable, incluso se habría reído. Pero, tal y como estaban las cosas, ni él mismo estaba muy seguro de si su proposición había sido un simple jueguecito o de si lo había dicho en serio. Lo único que sabía con certeza era que su cuerpo respondía al de ella. Era exactamente el tipo de mujer que siempre le había atraído: inteligente y valiente.

En pocas palabras: fascinante.

Echó un vistazo a la pared que se alzaba tras ella e imaginó lo que sentiría al apoyarla allí mientras la
penetraba fuerte, rápido y salvajemente. Casi podía sentirse ya en su interior. Podía escucharla gemir en su oído y él... Kyrian sacudió la cabeza para alejar las imágenes. Había ocasiones en las que odiaba sus habilidades psíquicas. Y ésta era, definitivamente, una de ellas.

Pasándose la lengua por los labios resecos, recordó la época de su vida en la que no habría dudado
en llevarse a una mujer como ésta a la cama. Una época en la que le habría quitado esa ropa conserva-
dora y anodina y hubiese besado cada centímetro de su piel desnuda hasta que se entregara al deseo y
se comportara con salvaje desenfreno. Una época en la que la hubiese acariciado hasta llevarla al borde de la locura una y otra vez, mientras ella se aferraba a él pidiéndole más.

Apretó los dientes al sentir que la sangre comenzaba a hervirle. Cómo le gustaría volver a vivir aque-
llos días.

Pero eso había sido mucho tiempo atrás. Y no importaba lo mucho que la deseara, ella no estaba
disponible para él.

Jamás conocería su cuerpo.

Jamás la conocería a ella. Punto. Por eso no le había preguntado el nombre ni le había dicho el suyo.

No tenía ninguna intención de usarlo. Ella no era nada más que otra persona anónima a la que había jurado proteger. No habría más intimidad que ésa entre ellos. Era un Cazador Oscuro, y ella una humana no iniciada. No les estaba permitido mezclarse.

Alzó la vista al escuchar el lejano aullido de una sirena que se aproximaba y dio las gracias silencio-
samente a Tate por su don de la oportunidad.

Amanda echó un vistazo por la ventana al escuchar la ambulancia. Era muy raro que se detuviera
frente a la fábrica. Al instante, las puertas del edificio se abrieron, dejando paso a la ambulancia.

–¿Nuestro taxi? –preguntó.

El Cazador Oscuro asintió.

Una vez la ambulancia estuvo en el interior de la fábrica, de modo que la luz del sol no la alcanzara,
un hombre afroamericano muy alto salió de ella y se acercó. Dejó escapar un largo silbido al ver el rostro de Hunter, quemado por el sol.

–Tío, estás hecho un desastre. ¿Debería preguntar por los grilletes?

Hunter echó a andar hacia el conductor de la ambulancia, precediendo a Amanda

–No, a menos que quieras morir.

–Vale –dijo el hombre, de buen humor–. Puedo imaginármelo, pero tenemos un problema: no vais a
pasar desapercibidos en una bolsa para cadáveres, con eso puesto. La gente va a notarlo sin ninguna
duda.

–Ya lo he pensado –dijo Hunter–. Si alguien pregunta diles que morí de un infarto durante una salva-
je sexcapada con ella.

Una escalofriante sensación descendió por la espalda de Amanda al recordar esa misma palabra en
boca de Selena el día anterior.

–¿Cómo has dicho?

Hunter la contempló con una mirada divertida y le hizo saber que estaba disfrutando enormemente
con su tormento.

–Y que no puede encontrar la llave.

Tate soltó una carcajada.

–De eso nada –le dijo Amanda acaloradamente.

Hunter le dedicó esa sonrisa pícara suya que la dejaba totalmente derretida. La forma en que sus
ojos la recorrieron de arriba abajo le provocó un estremecimiento.

–Mira el lado bueno: tendrás una fila de hombres interesados en pedirte una cita.

–No tiene gracia.

Hunter se encogió de hombros.

–Es la única manera de salir de aquí.

–Será para ti –le contestó ella–. Yo puedo salir caminando ahora mismo y hacer que te desintegres.

Él alzó una ceja.

–Inténtalo.

Y lo hizo. Para darse cuenta al instante de que los vampiros altos y peligrosos no se mueven ni un
milímetro a no ser que quieran hacerlo.

–Vale –dijo ella, frotándose la muñeca que el grillete acababa de marcar–. Nos vamos en la ambu-
lancia entonces.

Hunter abrió la marcha.

Cuando llegaron a la parte trasera del vehículo, él la alzó con tal facilidad que la dejó perpleja. Ella
se colocó en el lado izquierdo, intentando dejarle sitio, pero era tan alto que tuvo que agacharse y, con
un movimiento grácil, se tumbó en la camilla, en el interior de la bolsa negra que estaba abierta para
resguardarlo.

Sin decir una sola palabra, Tate cerró la cremallera.

–¿Hacéis esto con mucha frecuencia? –preguntó Amanda.

Tate sonrió de forma indolente a su amigo.

–De vez en cuando.

Amanda frunció el ceño cuando Tate ajustó la cremallera de modo que su mano quedara en el exte-
rior y la de Hunter cubierta por el plástico negro. Le parecía muy extraño que el hombre estuviese tan
dispuesto a ayudar a un vampiro.

–¿Cómo os conocisteis vosotros dos? –le preguntó a Tate.

–Me estaba alimentando de un cadáver cuando él llegó –le contestó Hunter desde el interior de la
bolsa.

Tate rió mientras se ponía en pie.

–Una noche, tras recibir una llamada, fui a recoger un cadáver que resultó estar vivo. Si no llega a
ser por Hunter, hubiese sido yo el que acabara en la bolsa.

–Cierra la boca, Tate –masculló Hunter–, y conduce.

–Ya voy –dijo Tate, totalmente ajeno al modo dictatorial en el que Hunter lo trataba.

–¿Sabes una cosa? –comenzó a decirle Amanda a Hunter en el instante que Tate arrancó el motor–.

Podrías intentar ser más amable con la gente. Especialmente si te están ayudando.

Incluso a través del plástico se escuchó el suspiro de irritación.

–¿No deberías aplicarte el consejo a ti misma?

Amanda abrió la boca para responder y, acto seguido, la cerró. Estaba en lo cierto. Se había compor-
tado de un modo bastante desagradable con él desde el comienzo.

–Supongo que tienes razón. Quizás los dos deberíamos intentar no hacerlo más difícil.

Amanda no supo si él llegó a contestar, ya que la sirena comenzó a aullar de nuevo. Tate los llevó
hasta el hospital en un tiempo récord, pero el viaje distaba mucho de haber sido placentero. Cuando llegaron, tenía la sensación de haber pasado por el centrifugado de una lavadora.

Tate llevó la ambulancia hasta la parte trasera del hospital y aparcó bajo un toldo que los protegería
de los rayos del sol. Con la advertencia de que permaneciera callada, sacó la camilla con mucho cuidado para no hacerle daño en el brazo y descendieron a la par de la ambulancia.

Una vez cruzaron las puertas del edificio, Amanda mantuvo cerrado el polar para ocultar las manchas
de sangre de su jersey.

Hunter permaneció completamente inmóvil y en silencio mientras Tate empujaba la camilla por las zonas más concurridas. Amanda caminaba junto a ellos pero, a decir verdad, quería morirse de la ver-
güenza dado lo obvios que resultaban los grilletes.

¿Tenían que brillar tanto bajo la luz de los tubos fluorescentes? ¿No podía Desiderius haber elegido
unas esposas pequeñitas y coquetonas, como las de la policía?

Claro que no, tenían que medir doce centímetros y llevar una inscripción en griego a su alrededor,
más una cadena que medía sus buenos diez centímetros. Cualquiera que las viera pensaría, sin duda al-
guna, que las había conseguido en uno de los catálogos de juguetitos sexuales de Tabitha. ¡Menudo espanto! Ella jamás había entrado en un Frederick’s of Hollywoodcada vez que entraba en un Victoria’s Secret...

Además, todos los que pasaban a su lado se giraban para mirarlos boquiabiertos.

–No había visto eso desde hace por lo menos seis meses –dijo uno de los celadores cuando pasaron
junto al mostrador de admisiones.

–Ya me lo contaron –le contestó un compañero–. ¿Sabes cuántos años tenía el desafortunado?

–No lo sé; pero por el aspecto de la chica yo firmaba ahora mismo.

Sus carcajadas hicieron que le ardiera la cara. Por las miradas interesadas que los hombres lanzaban
a su cuerpo, supuso que la predicción de Hunter acerca de sus posibles citas no iba muy desencamina-
das.

–¿Tate? –lo llamó un joven médico según se aproximaban a los ascensores –. ¿Debería preguntar?

Tate negó con la cabeza.

–Ya sabes que toda la mierda ésta siempre acaba en mi oficina.

El médico rió mientras Amanda se tapaba la cara con la mano. Tan pronto como las puertas del as-
censor se cerraron tras ellos, murmuró:

–Hunter, te juro que voy a matarte por esto.

–Querida –le dijo una anciana que ayudaba como voluntaria en el hospital y que estaba justo a su
lado–. Me parece que ya lo has hecho. –Y le dio unas palmaditas a Amanda en el brazo–. A mi Harvey y a mí nos ocurrió lo mismo. Pobre. Yo también lo echo de menos.

Tate estuvo a punto de ahogarse por el esfuerzo de sofocar la risa.

Amanda lanzó un gruñido y rezó para que el horrible suplicio llegase a su fin.

Una vez en el depósito de cadáveres, Tate los llevó a un laboratorio poco iluminado, de paredes me-
tálicas, y cerró la puerta con llave. Hunter abrió la cremallera desde dentro.

–Gracias –le dijo a Tate mientras se incorporaba y comenzaba a salir de la bolsa. La dobló y la colocó
sobre una mesa.

Tate abrió uno de los cajones del armarito situado junto a la puerta.

–De nada. Ahora, quítate la camisa y déjame que vea lo que te ha pasado.

–Ya se curará.

Tate apretó la mandíbula con firmeza.

–¿Y la infección qué?

Kyrian lanzó una carcajada.

–Los inmortales no mueren de una infección. Ninguna enfermedad puede afectarme.

–Puede que no mueras, pero eso no quiere decir que no te duela y que no sane más rápido si la tra-
tamos. –Dedicó una mirada a Kyrian que decía bien a las claras que no iba a dejarse intimidar–. No
aceptaré un no por respuesta. Déjame curar esa herida.

Kyrian abrió la boca para seguir discutiendo pero, si algo tenía claro, era lo testarudo que Tate podía
llegar a ser. Para no malgastar el tiempo, decidió obedecer... y entonces se dio cuenta de que no podría quitarse el abrigo y la camisa a causa de los grilletes.. Es más, se ponía roja como un tomate

Con un suspiro de exasperación, dejó que la ropa colgase del brazo y se acercó de nuevo a la camilla
para tumbarse y esperar a Tate apoyado sobre los codos. Mientras lo veía reunir el material necesario,
escuchó cómo el corazón de Amanda comenzaba a latir más rápido y su respiración se aceleraba. Sintió el agudo interés que despertaba en ella la visión de su cuerpo. Lo deseaba; y ese ávido deseo estaba causando estragos en él.

Se movió un poco, deseando que sus vaqueros fueran un par de tallas más grandes, ya que la tela
negra estaba empezando a molestarle bastante debido a su erección.

Joder, había olvidado el dolor, tanto literal como alegórico, que sufría su cuerpo cuando estaba cerca
de una mujer atractiva. Y ella era atractiva. Cómo no iba a serlo, con ese fascinante rostro élfico y esos enormes ojos azules y...

Los ojos azules siempre habían sido su debilidad.

Aun sin mirarla, supo que se estaba humedeciendo esos labios exuberantes, del color de las ciruelas,
y al imaginar su sabor se le quedó la garganta seca. Imaginaba cómo sería sentir su aliento sobre el rostro y su lengua contra la suya mientras la besaba.

¡Por los dioses! Y él creía que los romanos lo habían torturado... el trabajo del mejor de sus inquisi-
dores había sido una minucia comparado con la agonía física y mental que la cercanía de Amanda le estaba causando.

Pero lo que más lo trastornaba no era sentir sus ojos fijos en él, sino el hecho de que había llevado
la situación admirablemente. La mayoría de las mujeres habrían chillado de terror al descubrir su naturaleza, o se habrían puesto a llorar.

O ambas cosas a la vez.

Pero ella había sobrellevado la experiencia con una valentía y un coraje que hacía mucho que no veía.

La chica le gustaba de verdad; y eso era lo que más lo sorprendía.

Amanda dio un respingo cuando la mirada de Hunter se cruzó con la suya. Esos profundos ojos ne-
gros se clavaron en ella e hicieron que se acalorara y se quedara sin aliento.

Estaba tumbado en la camilla con una pierna doblada y la otra colgando sobre el borde. Los estre-
chos vaqueros negros se pegaban a su poderoso y enorme cuerpo.

Y esos brazos tan musculosos...

Era un modelo de belleza masculina, todo fibra y músculos. Tenía los bíceps flexionados, ya que es-
taba apoyado sobre los codos, y el deseo de acercarse para acariciarlos era tan fuerte que casi le dolía
el cuerpo. No tenía la más mínima duda de que serían duros como una roca y tendrían la textura del satén.

Sus hombros eran increíblemente anchos y los músculos que sobresalían hablaban de su fuerza, ra-
pidez y agilidad. Sus pectorales y sus brazos estaban igual de desarrollados y definidos.

Y su vientre... ¡Oh Señor! Esos abdominales habían sido creados para dejar un reguero de besos
húmedos sobre ellos.

De forma inconsciente, su mirada se deslizó por la delgada línea de vello de color castaño que co-
menzaba bajo su ombligo y descendía hasta desaparecer bajo los vaqueros. Por el tamaño del bulto que se apreciaba en los pantalones, Amanda podía afirmar que estaba generosamente dotado y que su inte-
rés hacia ella era más que evidente.

Y eso avivó aún más su deseo.

El color dorado de su piel desafiaba las ideas que tenía acerca de los de su especie. ¿Cómo era posi-
ble que un vampiro estuviera bronceado y su piel fuera tan incitante?

Pero más tentadora que la visión de los prominentes músculos, que pedían a gritos ser acariciados,
era la multitud de cicatrices que lo cubrían. Daba la sensación de haber sido atacado por un tigre enor-
me, o de haber sido azotado con un látigo en algún momento de su vida.

O ambas cosas.

Hunter se echó hacia atrás cuando Tate se acercó y Amanda vio un pequeño símbolo que parecía
haber sido grabado a fuego en su hombro izquierdo; un arco doble con una flecha. Se encogió mental-
mente al imaginar lo mucho que le habría dolido y se preguntó si él lo habría consentido o si alguien lo había marcado en contra de su voluntad.

–Me da la sensación, por tus cicatrices, de que tus amigos vampiros no te cuidan demasiado bien –le
dijo.

–¿Tú crees? –replicó él.

–¿Siempre es así de sarcástico? –preguntó Amanda, dirigiéndose a Tate.

–En realidad creo que contigo estaba siendo bastante agradable. –Tate estaba limpiando la horrible
herida con alcohol. Preparaba la zona para inyectarle una dosis de anestesia local.

Hunter lo cogió por la muñeca antes de que pudiera clavarle la aguja.

–No te molestes.

–¿Por qué? –le preguntó Tate con el ceño fruncido.

–No me hace efecto.

Amanda se quedó boquiabierta.

Tate alargó el brazo para coger el material necesario y comenzar a suturar.

–No puedes hacer eso –le dijo Amanda, interrumpiéndolo–. Lo va a sentir todo.

–Necesita que le cierre la herida –insistió Tate–. ¡Jesús! Si se le ven las costillas por el agujero.

–Sigue –le dijo Hunter con una tranquilidad que dejó pasmada a Amanda.

Petrificada, observó cómo Tate comenzaba a coser y no pudo evitar hacer una mueca de dolor.

Hunter mantuvo la mandíbula firmemente apretada y no dijo nada.

Ella siguió observando el proceso. Se le encogía el corazón al pensar en el dolor que debía estar su-
friendo.

–¿No te duele? –le preguntó.

–No –le contestó él con los dientes apretados.

Ella sabía que estaba mintiendo; sólo había que fijarse en las venas que se marcaban en su cuello y
en el modo en que apretaba los puños.

–Toma –le dijo, ofreciéndole de la mano–. Aprieta fuerte.

Kyrian se quedó perplejo al sentir la suavidad de la mano de Amanda bajo la suya. No recordaba la
última vez que alguien lo había tocado de aquel modo. Llevaba tanto tiempo siendo un Cazador Oscuro que había olvidado lo que era la delicadeza.

Tate actuaba movido por la gratitud y un cierto sentido de la obligación.

Pero ella...

No había ningún motivo para que le diera la mano. Apenas si le había dicho dos palabras civilizadas
y, sin embargo, allí estaba, cerca de él cuando nadie más lo habría hecho. La situación empezaba a despertar extraños sentimientos en él. Le daban ganas de protegerla. Y sentía una enorme ternura.

Pero no era sólo eso, había mucho más; una simple caricia de Amanda lo abrasaba y le llegaba al co-
razón. Tragó saliva y se puso rígido. No podía dejar que se acercara demasiado. Amanda era una criatura de luz y él procedía de las sombras.

Eran incompatibles.

–Dime, ¿cuánto tiempo hace que eres un vampiro? –preguntó ella.

–Ya te lo he dicho –le dijo él con la mandíbula apretada–, no soy un vampiro. Soy un Cazador Oscu-

–¿Y cuál es la diferencia?

Kyrian la miró con severidad.

–La diferencia está en que no tengo por norma asesinar humanos, pero, si no dejas de interrogarme,
es posible que haga una excepción.

–Eres una insoportable Criatura de la Noche.

–Yo también te quiero.

Amanda le soltó la mano.

–¡Ah, con que de eso se trata! –exclamó–. Sólo estaba tratando de consolarte. ¡No lo permita Dios!

Deberías dejar que la gente fuese amable contigo de vez en cuando.

Irritada, se dio cuenta de que Tate la miraba sorprendido.

–¿No puedes cortarle el brazo, ya que estamos, para que pueda librarme de él?

Tate soltó un bufido.

–Podría hacerlo, pero creo que lo necesitará. Antes te lo cortaría a ti.

–¡Genial! ¿Pero qué eres tú, su Igor?

–Te has equivocado de película –la corrigió Tate–. Igor era el lacayo de Frankenstein. Te refieres a
Rendfield este distrito.

–Ya había imaginado lo de tu trabajo. Es bastante obvio, ya que estamos en un laboratorio muy frío,
lleno de muertos.

Tate alzó una ceja.

–¿Y tú lo llamas sarcástico?

Hunter dio un respingo al sentir que Tate tiraba demasiado fuerte del hilo.

–Lo siento –se disculpó Amanda–. No lo distraeré más.

–Te lo agradecería.

Una vez que Tate hubo finalizado, Hunter volvió a colocarse la camisa y el abrigo. Se bajó de la ca-
milla dejando escapar un imperceptible siseo, el único indicio de que le dolía el costado.

El busca de Tate comenzó a sonar.

–No tardaré. ¿Necesitáis algo, chicos?

–Estoy bien –le contestó Hunter–. Pero ella necesitará algo para desayunar y un teléfono.

Amanda arqueó una ceja al escuchar sus palabras. ¿Por qué la dejaba ahora utilizar el teléfono?

Tate limpió todo el desorden con rapidez.

–El teléfono está en la pared del fondo. Marca el nueve para conseguir línea con el exterior. Cogeré
algo de la cafetería y regresaré tan rápido como pueda. Quedaos aquí y cerrad la puerta con llave.
Tan pronto como se quedaron solos, Hunter se movió para que ella pudiese sentarse en el banquillo
que había junto al teléfono. Parpadeó varias veces y se frotó los ojos, como si fuesen demasiado sensibles a la luz de los fluorescentes.

–Necesitamos un plan –le dijo en voz baja–. ¿No conocerás a alguien en la ciudad que sepa el modo
de romper unos grilletes forjados por un dios griego?
Amanda sonrió; se estaba acostumbrando a su sarcasmo.. Y no, no soy Rendfield. Me llamo Tate Bennett; juez de primera instancia e instrucción de

–En realidad, creo que conozco a alguien.

El rostro de Hunter se animó de inmediato. ¡Por el amor de Dios! El tipo era increíble cuando no es-
taba ladrando o frunciendo el ceño.

–¿Una de tus hermanas?

–Uno de sus amigos.

Él asintió con la cabeza.

–Bien. Necesitamos hacerlo preferiblemente antes de la puesta de sol, o al menos no mucho des-
pués. También tendrías que llamar a Tabitha y decirle que no se deje ver durante unos cuantos días.

–Te recuerdo, por si se te ha olvidado, que no acepto órdenes de nadie. ¡Pero...! –exclamó, alzando
la voz, antes de que él pudiese interrumpirla–... soy consciente de que todo esto me supera. No sabes
cuánto odio toda esta basura sobrenatural. Así es que estoy deseando escucharte, pero será mejor que
comiences a comportarte como si te dirigieras a una persona, y no a una muñeca hinchable sin cerebro.

–Sacó el anillo de Hunter del bolsillo y se lo devolvió–. Y otra cosa, necesito ir al baño ya.

Hunter soltó una carcajada.

–A mí no me hace gracia –le espetó ella mientras lo observaba colocarse de nuevo el anillo en el de-
do–. ¿Alguna sugerencia acerca de cómo podemos hacerlo sin que me muera de vergüenza en el proce-
so?

–Eso no es lo peor, ¿qué sugieres para que no me arresten por estar en el aseo de señoras?

Ella le lanzó una mirada afilada.

–Si crees que voy a entrar en el aseo de caballeros, olvídalo.

–Entonces supongo que tendrás que aguantarte.

–¡No pienso entrar en el aseo de caballeros!

Cinco minutos más tarde, Amanda se encontraba en el aseo de caballeros maldiciendo a Hunter en
voz baja.

–Lo de comportarte como un tirano te sale de forma natural, ¿verdad?

–Es lo que da sentido a mi vida –le contestó él, mientras le daba la espalda, con un tono de voz que
denotaba su aburrimiento. Había doblado el brazo esposado hasta colocarlo tras su espalda para, de ese modo, permitir que Amanda tuviese más libertad de movimientos.

Lo miró airada. Sentía la vejiga a punto de estallar, pero le resultaba muy difícil aliviarse, embutida
entre él y la puerta del servicio. ¡Y todo porque Tabitha no se había acordado de sacar a su maldito pe-
rro! Si salía de ésta iba a asesinar a su hermana. A matarla. ¡A descuartizarla!

–¿Por qué tardas tanto? –le preguntó él con tono acusador.

–No puedo hacerlo contigo ahí plantado.

–¿Quieres que nos vayamos?

–¡Espérate! Antes o después te tocará a ti y voy a disfrutar mucho viéndote sufrir.

Hunter se tensó ante sus palabras.

–Nena, nunca podrías hacerme sufrir.

La frialdad de su voz la asustó.

Le llevó unos minutos más pero, finalmente, acabó. Sentía el rostro más acalorado que si se encon-
trara en pleno ecuador durante una tarde de verano. Se lavó las manos intentado no mirar a Hunter.

–Tienes papel higiénico pegado al zapato –le dijo él, mirándole los pies.

–¡Vaya, cómo no! –exclamó ella–. ¿Algo más que consiga hacer esto aún más embarazoso para mí?

¿Qué te parece si pasas a un terreno más íntimo?

Una malvada sonrisa se reflejó en sus ojos antes de que esa mirada oscura y penetrante descendiera
hasta sus labios. Amanda hubiese jurado que podía sentir su avidez, la profunda necesidad de tocarla.

Antes de que ella fuese consciente de sus intenciones, Hunter le agarró la cabeza con la mano libre,
le acarició el labio inferior con el pulgar y se inclinó para capturar sus labios.

Atónita, fue incapaz de pensar ni de moverse mientras los cálidos labios de Hunter separaban los su-
yos.

El olor del cuero y el sabor del vampiro invadieron sus sentidos. Jamás en su vida había sentido algo
parecido a lo que estos labios le estaban provocando. El beso de Hunter era tórrido y feroz mientras la mantenía fuertemente abrazada, asaltándola como un atracador a su víctima. Todas y cada una de las
hormonas de su cuerpo respondieron al instante. Un gemido gutural escapó de sus labios. ¡Cielos! El tipo sabía besar. Y la sensación de ese sólido cuerpo contra el suyo era tan increíble que no pudo evitar aferrarse a sus hombros, ansiosa y desesperada por seguir saboreándolo.

La lengua de Hunter jugueteaba con la suya mientras esos firmes músculos se contraían bajo sus
manos y, al rozarle accidentalmente los colmillos con la lengua, una descarga de placer la recorrió de
arriba abajo.

Por primera vez desde que se había enterado de qué tipo de criatura era, empezó a resultarle atrac-
tiva la idea de que le mordiera el cuello. Pero más sugestivo aun era pensar en él tendido en el duro y
frío suelo, excitándola con todos esos poderosos músculos y ese cuerpo esbelto hasta que los dos se pusieran a cien y acabaran sudorosos y extenuados.

Kyrian se tensó al probar el primer bocado de ambrosia que se permitía en dos mil años. Al instante,
fue consciente de todas esas curvas suaves y femeninas que se apoyaban contra su masculinidad; del
aroma a flores y sol que desprendía. Cosas que le habían sido arrebatadas hacía siglos.

Había magia en el beso de Amanda. Y una pasión descontrolada y básica. La habían besado antes,
pero Kyrian sabía que nadie le había hecho sentir lo que estaba experimentando en esos momentos.

Con el cuerpo en llamas, le recorrió la espalda con la mano y la apretó aún más contra él. La deseaba
con una intensidad que le era desconocida desde los días en que había sido mortal. Ansiaba con todas
sus fuerzas acariciarla de los pies a la cabeza y pasar con suavidad los colmillos por su cuello y sus pechos.

Y sentirla agitarse entre sus brazos...

Cerrando los ojos, inhaló ese aroma dulce y femenino mientras su cuerpo palpitaba de deseo, con
una necesidad básica y ancestral que casi rayaba en el dolor.

Amanda jadeó al sentir la mano de Hunter deslizarse por su costado, desde el pecho hasta la cintura,
para rodear después su trasero. Nunca había dejado que un hombre la tocara de esa manera, pero el
Cazador Oscuro tenía algo a lo que era incapaz de resistirse. Cuando la aprisionó contra la pared con toda la fuerza de la pasión que sentía y se pegó a ella, creyó que iba a derretirse... literalmente. El roce de este torso contra su pecho le hacía ser más conciente de sus fuertes músculos.

Hunter le separó las piernas utilizando uno de sus muslos y lo alzó hasta presionarlo con su sexo,
provocando que Amanda se estremeciera aún más y que siseara de placer cuando él profundizó el insa-
ciable beso.

Le rodeó el cuello con el brazo libre para tenerlo más cerca mientras sentía que todo giraba a su al-
rededor. ¿Cómo sería hacer el amor con un indómito depredador como Hunter y acariciar todos esos
músculos que se contraían cada vez que se movía?

Hunter abandonó sus labios y trazó una húmeda senda con la lengua desde la boca hasta la oreja.

Amanda sintió el roce de sus colmillos sobre el cuello y se estremeció. Sus pechos se hincharon aún
más, anhelando sus caricias. Y, mientras tanto, él no dejaba de presionar el muslo entre sus piernas,
haciéndola que ardiera aún más. Las rodillas se le aflojaron de tal manera que tuvo que apoyarse por
completo en él.

Súbitamente, alguien golpeó la puerta.

–Eh, vosotros dos –se escuchó la voz de Tate y la puerta se abrió con un crujido–. Viene alguien.

El Cazador Oscuro se apartó de ella con un gruñido. Y Amanda fue consciente, en ese momento, de
lo que había hecho.

–¡Por Dios! –jadeó–. ¡Acabo de besar a un vampiro!

–¡Por los dioses! ¡Acabo de besar a una humana!

Amanda lo miró con los ojos entrecerrados.

–¿Te estás burlando de mí?

–¡Chicos! –los llamó Tate de nuevo.

Hunter la tomó del brazo y la precedió al salir de los aseos. El conserje los miró de un modo raro,
pero no dijo nada al entrar al baño una vez ellos salieron.

Tate los guió hasta su pequeño despacho, situado fuera del depósito.

Había un viejo escritorio de madera colocado junto a la pared del fondo, con dos sillas dispuestas
frente a él. Un sofá con una almohada y una manta pulcramente doblada ocupaba la pared de la dere-
cha y a la izquierda había unos cuantos archivadores metálicos. Tate le señaló el teléfono del escritorio y los dejó para ir a atender sus asuntos.

Haciendo un esfuerzo para dejar de pensar en lo que acababa de suceder en los aseos y en lo estu-
pendamente bien que se había sentido abrazando a Hunter, llamó a Tabitha mientras él permanecía de
pie a su lado.

Por supuesto, su hermana comenzó a echarle la bronca por no haber sacado al perro.

–Vale –le contestó Amanda, irritada–. Siento mucho que Terminator se meara en tu colcha nueva.

–Seguro –le dijo Tabitha–. ¿Se puede saber qué te pasó anoche?

–¿Cómo? ¿Es que tus habilidades psíquicas fallan? Fui atacada en tu casa por uno de tus colegas
vampiros.

–¿¡Qué!? –gritó Tabitha–. ¿Te encuentras bien?

Amanda alzó la vista hasta Hunter y no supo muy bien qué decir. Físicamente estaba bien, pero él le
había hecho algo extraño que no podía definir con palabras.

–Sobreviví. Pero te están buscando, así que tienes que ocultarte en un lugar seguro durante un par
de días.

–Ni lo pienses.

Hunter le quitó el teléfono de las manos.

–Escúchame, niñata. Tengo a tu hermana en mi poder y, si no sales de tu casa y desapareces duran-
te los próximos tres días, me encargaré de que tu gemela desee que me hubieras obedecido.

–Si la tocas, te atravesaré con una estaca.

Él soltó una carcajada teñida de amargura.

–Será si consigues acercarte a mí. Ahora, sal de tu casa y deja que yo me encargue de esto.

–¿Y Amanda?

–Está a salvo en tanto tú me obedezcas. –Le pasó el teléfono a Amanda.

–Tabby –le dijo a su hermana con timidez.

–¿Qué te ha hecho? –exigió saber Tabitha.

–Nada –le contestó Amanda con el rostro cada vez más ruborizado al pensar en el beso que habían
compartido. No le había hecho nada... salvo ponerla increíblemente cachonda.

–Vale, escúchame –le dijo su hermana–. Voy a casa de Eric; reuniremos a los chicos y saldremos en
tu busca.

–¡No! –exclamó Amanda cuando vio que la mirada oscura y furiosa de Hunter descendía hasta su
rostro. El corazón casi se le detuvo al recordar que podía escuchar a su hermana.

¿Puedes escucharla? –le dijo, articulando las palabras con labios.

Él asintió.

Amanda sintió un escalofrío.

–Escúchame, Tabby. Estoy bien. Haz lo que te dice, ¿vale?

–No sé qué hacer.

–Por favor, confía en mí.

–Confío en ti, pero ¿y él? Joder, ni siquiera sé quién es.

–Yo sí lo sé –le dijo–. Vete a casa de mamá; me mantendré en contacto, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –accedió Tabitha de mala gana–, pero si no escucho tu voz antes de esta noche a las
ocho, saldré de caza.

–Muy bien, hablaremos entonces. Te quiero.

–Yo también. –Amanda colgó el auricular–. ¿Lo has oído?

Hunter se inclinó sobre ella; se acercó tanto que Amanda podía percibir el calor que emanaba de su
cuerpo. La oscura mirada la inmovilizó.

–Todos mis sentidos están extremadamente desarrollados. –Sus ojos descendieron hasta el pecho de
Amanda. Observó cómo se le endurecían los pezones por la intensidad de su mirada–. Puedo sentir có-
mo tu corazón se acelera y tu sangre corre con más rapidez por tus venas mientras estás ahí sentada,
preguntándote si voy a hacerte daño o no.

El tipo era ciertamente aterrador.

–¿Lo harías? –susurró.

Él volvió a mirarla a los ojos.

–¿Tú qué crees?

Amanda mantuvo la vista fija en él, tratando de descubrir sus intenciones por sus gestos o su com-
portamiento. Pero el tío era como un muro de ladrillos.

–Si te soy sincera, no lo sé.

–Eres más lista de lo que pensaba –le dijo mientras daba un paso hacia atrás.

Amanda no supo qué contestarle. De modo que llamó al trabajo y les contó que estaba enferma y
que se tomaba el día libre.

Hunter volvió a restregarse los ojos.

–¿Te molestan las luces? –le preguntó ella.

Él bajó la mano.

–Sí.

Amanda recordó el comentario acerca de sus agudizados sentidos.

Antes de que pudiera preguntarle cualquier otra cosa, él cogió el teléfono y marcó un número.

–Hola, Rosa. ¿Cómo está?

¿Español?, pensó, perpleja. ¿Hablaba español correctamente?

Pero lo que resultaba más inquietante era escuchar el increíblemente atractivo sonido de su voz con
aquel extraño acento.

–Sí, bien. Necesito hablar con Nick, por favor.

 Hunter sostuvo el teléfono apoyándolo entre el hombro y la mejilla, mientras se masajeaba la muñe-
ca, donde el grillete le estaba dejando una marca rojiza. Amanda se preguntó si se daría cuenta de la ferocidad que reflejaban sus ojos cada vez que miraba los grilletes.

–Oye, Nick –continuó hablando tras la pausa–. Necesito que recojas mi coche que está en la esquina
de Iberville y Clay, y lo traigas a St. Claude. Puedes dejarlo en el estacionamiento reservado para los
médicos. –Dejó el grillete y volvió a coger el teléfono–. Sí, sé que es un asco trabajar para un imbécil
como yo, pero no te olvides del sueldo y del resto de compensaciones. Ven a las tres y, una vez que dejes aquí el coche puedes irte a casa temprano.

Hizo una breve pausa y después continuó:

–Coge el maletín del armario... Sí, ése. Necesito que lo traigas y que lo dejes en el hospital, junto
con mi juego de llaves de emergencia, a nombre de Tate Bennett. –Se tensó, como si el tal Nick hubiese dicho algo que lo molestase–. Sí, puedes tomarte el día libre mañana, pero mantén el busca encendido y el móvil también, por si necesito algo.

Hunter soltó un gruñido.

–Chico, no me cabrees. No olvides que sé dónde duermes. –Aunque las palabras fueron afiladas, es-
taba claro que en el fondo no eran más que una broma–. Vale, pero no se te ocurra volver a quemar el
embrague. Nos vemos luego.

Amanda lo miró y alzó una ceja mientras él colgaba el teléfono.

–¿Quién es Nick?

–El chico de los recados.

Ella lo miró boquiabierta.

–¡Dios mío! ¿Acabas de responder una pregunta? Cielos, será mejor que llamemos urgentemente a

Tate antes de que te desplomes muerto, o no-muerto, o lo que sea que os pase a los vampiros.

–Ja, ja –le contestó Hunter con una sonrisa.

Joder, cuando sonríe es un vampiro muy sensual...

–¿Nick sabe lo que eres? –le preguntó.

–Sólo las personas que necesitan saber lo que soy tienen esa información.

Amanda sopesó su respuesta durante un instante.

–Supongo que, en ese caso, me encuentro entre los privilegiados.

–«Malditos» sería más apropiado.

–No –dijo ella al analizarlo más a fondo–. Cuando dejas el sarcasmo de lado y no te comportas de
forma terrorífica ni dictatorial, no resulta tan insoportable estar a tu lado. –Y añadió con malicia–: Claro que, desde que te conozco, ésas han sido tus actitudes más habituales, exceptuando quizás un par de ocasiones, de modo que... ¿quién soy yo para juzgarte?

El rostro de Hunter se suavizó.

–No sé tú, pero yo necesito dormir. Ha sido una noche muy larga y estoy exhausto.

Amanda también se encontraba bastante cansada pero, al observar el sofá de piel sintética, se dio
cuenta de que no podrían dormir allí los dos juntos.

Hunter le dedicó una sonrisa.

–Para ti el sofá; yo duermo en el suelo.

–¿Podrás?

–He dormido en sitios peores.

–Sí, pero ¿no necesitas un ataúd?

Hunter la miró con una chispa de diversión en los ojos, pero no dijo nada al acercarse al sofá.

Amanda no había hecho más que tumbarse cuando se dio cuenta de que no iba a funcionar.

–Esto es muy incómodo. No puedo dormir con el brazo colgando y además necesito un sofá el doble
de largo que éste.

–¿Y qué sugieres?

Agarró la manta y la almohada y se estiró en el suelo, a su lado.

Kyrian se encogió cuando la cercanía de sus cuerpos le hizo ser consciente del calor que desprendía
Amanda. Lo peor era que para poder dormir con comodidad, tendría que pasarle el brazo por la cintura.

Como si fuesen amantes.

La idea lo atravesó y se clavó en su corazón con tal impacto que durante un minuto se olvidó de res-
pirar. En ese momento, recordó la última vez que había cometido el error de acercarse a una mujer y
bajar la guardia. De forma involuntaria, acudieron a él las imágenes de la sangre y los recuerdos de un dolor brutal e interminable. La sensación fue tan real que volvió a encogerse.

Eso es el pasado, se dijo a sí mismo. Recuerdos que son historia.

Pero algunas cosas resultan imposibles de olvidar. Y ni siquiera un hombre con poderes psíquicos hi-
perdesarrollados podía enterrarlas.

No pienses en lo que sucedió.

No era momento para recordar. Tenía que ser práctico. Desiderius iría tras él en cuanto cayera la no-
che y, si quería salvar a Amanda y a su hermana, tendría que estar bien despierto y alerta.

Cerró los ojos y se obligó a relajarse.

Hasta que Amanda se movió y su trasero le rozó la entrepierna.

Kyrian apretó los dientes. Se sentía a punto de estallar en llamas tan sólo por el aroma a rosas que
desprendía. Hacía tanto tiempo que no se acostaba con una mujer... Tanto tiempo desde que se atrevie-
ra a cerrar los ojos con una mujer a su lado...

La necesidad era una puta traicionera. Pero ya había aprendido la lección mientras luchaba contra
los romanos. Tragó saliva y se obligó a dejar la mente en blanco. No había nada en su pasado que fuese digno de recordar. Nada, excepto un sufrimiento tan hondo que, aún después de dos mil años, lo dejaba postrado de rodillas.

Concéntrate, se dijo, echando mano de su firme entrenamiento militar. Es hora de descansar.

Amanda se tensó cuando Hunter se movió y se acomodó tras ella. Cuando le pasó el brazo por en-
cima se le aceleró el corazón. Ese cuerpo fuerte y esbelto presionaba su espalda de un modo muy in-
quietante. Miró fijamente su mano, que yacía delante de su rostro. Hunter tenía dedos largos y elegan-
tes; dedos que podrían pertenecer a un artista o a un músico. Dios santo, resultaba muy duro recordar
que no era un hombre en realidad.

¡Estás acostada con un vampiro!

No. Es un Cazador Oscuro. Aunque todavía no tenía muy clara la diferencia. Pero ya lo aclararía. En-
contraría el modo de hacerlo.

Durante horas, permaneció tendida, escuchando la respiración de Hunter. Supo el momento exacto
en el que por fin se quedó dormido, ya que sintió cómo su brazo se relajaba y la respiración sobre su
cuello se hizo más pausada.

Escuchaba los ruidos de la gente que iba y venía por el pasillo del despacho de Tate y las voces de
los conserjes, informando a través del sistema de megafonía o llamando a los doctores. Poco después
del mediodía, Tate le trajo el almuerzo, pero ella no quiso que despertara a Hunter. Se comió la mitad
del sándwich y continuó echada en el suelo, preguntándose cómo podría sentirse tan segura junto a un
vampiro al que apenas conocía.

Giró con cuidado para quedar tendida de espaldas y poder observarlo. Era magnífico. El pelo le caía
sobre los ojos mientras dormía y sus facciones tenían un encanto muy juvenil. Observó su boca y recordó el sabor y las poderosas sensaciones que había despertado en ella cuando se posó en su cuello. El recuerdo de aquel beso aún abrasaba sus labios y la hacía estremecerse. La habían besado en más ocasiones de las que podía recordar, pero ningún hombre había conseguido que sintiera aquello. El roce de la boca de Hunter sobre la suya había incendiado su cuerpo.

¿Cómo lo hacía? ¿Qué tenía Hunter que despertaba su deseo hasta extremos casi dolorosos en con-
tra de su voluntad? ¿Tendría algo que ver con sus poderes de inmortal?

Ella no era una ninfómana. Llevaba una vida sexual saludable y muy normal, no demasiado esporá-
dica pero tampoco excesiva. Aun así, cada vez que lo miraba deseaba tocar su piel, sus labios, su pelo...

¿Qué le estaba pasando?

Destiérralo de tu mente. Cerró los ojos y comenzó a contar desde el cien hacia atrás.

Cuando llegó a menos sesenta, se dio cuenta de que era inútil.

Con un suspiró, alargó el brazo de modo inconsciente y comenzó a juguetear con el anillo que él lle-
vaba de nuevo en la mano. Antes de darse cuenta sus dedos estaban entrelazados.

Hunter murmuró en sueños y se acurrucó más contra ella. Amanda abrió los ojos de par en par
cuando sintió su cálido aliento en el cuello y su erección presionándole perturbadoramente la cadera. Él le apretó la mano con fuerza un momento antes de abrazarla hasta rodearla por completo con su cuerpo. Susurró algo en una lengua extraña y se quedó quieto, aún dormido profundamente.

El corazón de Amanda latía desbocado. Nadie la había abrazado nunca de ese modo. De forma tan
posesiva; tan completa. Se sentía protegida, rodeada por su fuerza. Lo más extraño de todo era que, en el fondo, le gustaba la situación mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Finalmente se quedó dormida, acurrucada entre sus brazos.

Amanda se despertó y sintió que la pierna de Hunter descansaba entre sus muslos y que una de sus
manos, que parecía quemarla con su contacto, vagaba bajo su sudadera, acariciándole el estómago. La
estaba abrazando con tanta fuerza que le costaba trabajo respirar.

–Te he echado de menos –susurró con ternura, segundos antes de deslizar la mano bajo el sujetador
y rodearle el pecho.

Amanda dejó escapar un siseo de placer al sentir que sus dedos la acariciaban trazando lentos círcu-
los, despertando su deseo y marcándola como si se tratase de un hierro candente. Le costaba un enor-
me esfuerzo permanecer tendida de costado y no darse la vuelta para besarlo.

–Theone –jadeó Kyrian dulcemente.

–¡Eh! –exclamó ella. Al llamarla por el nombre de otra persona se había sentido ofendida hasta el
alma. ¿Cómo se atrevía? Si quería meterle mano, joder, ya podría recordar con quién estaba–. ¿Qué estás haciendo?

Kyrian se tensó al despertarse por completo y abrir los ojos. Fue consciente del pecho suave y cálido
que estaba acariciando e, inmediatamente después, de un dolor punzante que le exigía buscar un alivio
inmediato.

¡Mierda!

Apartó la mano como si se hubiese quemado.

¿Qué coño estaba haciendo?

Su trabajo era protegerla, no tocarla. Y menos aún cuando parecía encajar a la perfección entre sus
brazos. La última vez que había cometido ese error con una mujer le había costado el alma.
Amanda percibió la confusión en el rostro de Hunter mientras se separaba de ella y se incorporaba
hasta quedar sentado.

–¿Quién es Theone? –preguntó.

El odio llameó en sus ojos.

–Nadie.

Vale, no le gustaba mucho la tal Theone cuando estaba despierto, pero hacía un momento...

Hunter se puso en pie despacio y la ayudó a levantarse.

–No tenía intención de dormir tanto. Casi está anocheciendo.

–¿Lo tuyo con el sol es algún tipo de conexión psíquica extraña?

–Puesto que mi vida se rige por su presencia o su ausencia, sí. –Tiró de ella mientras se dirigía hacia
la puerta–. Entonces, ¿conoces a alguien que puede ayudarnos a librarnos de esto?

–Sí. Deberían estar en casa, ¿quieres que llame para comprobarlo?

–Sí.

Amanda se acercó al escritorio, cogió el teléfono y llamó a Grace Alexander.

–Hola, Gracie –la saludó tan pronto como Grace cogió el auricular–. Soy Amanda. ¿Vais a estar en
casa esta noche? Necesito pediros un favor.

–Claro. Mis suegros estarán aquí un rato, pero así los niños estarán entretenidos. ¿Quieres pedir-
me...?

–Por teléfono no. No tardaremos.

–¿Quiénes? –preguntó Grace.

–Iré con un amigo, si no te importa.

–No, para nada.

–Gracias. Hasta ahora. –Y colgó el teléfono.

–Vale –le dijo a Hunter–. Viven pasando St. Charles. ¿Conoces el lugar?

Antes de que él contestara, Tate entró en el despacho con un maletín negro en la mano.

–Hola –le dijo a Hunter–. Suponía que ya estarías despierto. Un chico llamado Nick vino hace un par

de horas y dejó esto para ti.

–Gracias –le contestó Hunter mientras cogía el maletín. Lo dejó sobre el escritorio y lo abrió.

A Amanda casi se le salieron los ojos de las órbitas al ver el contenido: dos pistolas pequeñas, una

repetidora, un par de pistoleras, un móvil, tres navajas de aspecto peligroso y unas gafas de sol peque-

ñas y de cristales muy oscuros.

–Tate –le dijo Hunter, con un tono tan amistoso que extrañó a Amanda–, tú sí que vales.

–Espero que Nick no haya olvidado nada.

–No, no. Lo ha pillado todo.

Amanda alzó una ceja ante ese lenguaje tan informal, en un hombre con una voz tan profunda y se-
ductora.

Tate se despidió de ellos con un movimiento de cabeza y se marchó.

Amanda observó cómo se colocaba las pistoleras alrededor de las caderas, quitaba el cargador y me-
tía una bala en cada una de las armas. Acto seguido, les puso el seguro, las hizo girar en ambas manos y las metió en las fundas, de modo que el abrigo las mantuviera ocultas.

Después, cogió una navaja automática y la guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Las otras dos
fueron a parar a los bolsillos del abrigo antes de que asegurara el móvil y la PDA al cinturón.

Amanda volvió a alzar una ceja ante semejante arsenal.

–Pensaba que bastaba una estaca de madera para matar a un vampiro.

–Una estaca de madera en el corazón acabaría con cualquiera. Y si no lo hace, sal corriendo como
alma que lleva el diablo –dijo Hunter suavemente–. Vuelvo a decirle, señora, que ve usted demasiada
televisión. ¿Es que no tienes vida?

–Sí, al contrario de lo que te ocurre a ti, tengo una vida felizmente aburrida en la cual nadie intenta
matarme. ¿Y sabes qué? Me gusta, y quiero que siga siendo así cuando salga de ésta.

El humor chispeó en los ojos de Hunter.

–Muy bien, entonces vamos a ver a tus amigos para que nos separen, de modo que puedas recupe-
rar tu aburrida vida y yo pueda volver a tomar las riendas de mi peligrosa existencia.

Recorriéndola de arriba abajo con una mirada ardiente y lujuriosa, se pasó la lengua por los colmillos
y se colocó las gafas de sol.

El pulso de Amanda se aceleró. Con esas gafas de sol, su apariencia de poeta romántico resultaba
aún más intensa. Y le estaba costando la misma vida no regresar a sus brazos y exigirle que la besara
de nuevo.

Hunter cogió la mano de Amanda, la ocultó en el bolsillo de su abrigo, junto con la suya –para ocul-
tar los grilletes– y la guió hasta el exterior del despacho de Tate y a lo largo del pasillo del hospital.

Mientras caminaba, percibió el modo de andar, ligero y ágil, de Hunter. Su elegancia. El tipo se
desenvolvía con una gracia innata. Había desarrollado unos andares arrogantes y peligrosos que llama-
ban la atención de toda mujer que pasara a su lado. Pero él no parecía ser consciente de la atracción
que ejercía y continuó caminando hasta llegar a la salida posterior.

Una vez en el oscuro estacionamiento, Amanda dejó escapar un silbido al ver un Lamborghini Diablo
en uno de los aparcamientos para empleados. La luz de la farola se reflejaba sobre la chapa negra y lo
rodeaba con una especie de halo. Normalmente, pasaba por completo de los coches, pero el Lam-
borghini siempre había sido una excepción.

Debía ser de uno de los cirujanos.

O eso pensaba hasta que Hunter se acercó a él.

–¿Qué haces? –le preguntó.

–Abriendo mi coche.

Amanda lo miró boquiabierta.

–¿Este coche es tuyo?

–No –le contestó con ironía–. He sacado la llave para robarlo.

–Por Dios –jadeó–. ¡Debes estar forrado!

Hunter se bajó las gafas de sol y la miró, furioso, por encima de los cristales.

–Es sorprendente lo mucho que puedes ahorrar durante dos mil años.

Amanda parpadeó mientras su cerebro registraba la información. ¿En serio podía tener...?

–¿De verdad eres tan viejo? –le preguntó con escepticismo.

Él asintió.

–En julio cumplí dos mil ciento ochenta y dos años, para ser exactos.

Amanda se mordió el labio inferior mientras deslizaba la mirada por el fantástico cuerpo de Hunter.

–Tienes una pinta estupenda para ser tan viejo. Yo no te habría echado más de trescientos.

Hunter soltó una carcajada mientras introducía la llave en la cerradura.

Ella no pudo evitar que el diablillo que llevaba dentro saliera a la luz en ese momento para tomarle el
pelo.

–¿Sabes una cosa? Dicen que los tíos que compran estos coches lo hacen para compensar una equi-
pación –dijo mientras sus ojos descendían por la parte delantera de su cuerpo y se detenían en la pro-
tuberancia que se apreciaba bajo los vaqueros– pequeña.

Él alzó una ceja y la miró con una sonrisilla cálida y traviesa mientras abría la puerta.

Antes de que Amanda sospechara lo que iba a hacer, se acercó a ella y, abrumándola con su poder y
aroma masculinos, le cogió la mano apresada por el grillete y la apretó contra su hinchado miembro.
No. Allí no había que compensar nada.

Hunter bajó la cabeza y le susurró al oído:

–Si aún no lo tienes muy claro...

Se quedó sin respiración al sentirlo bajo la mano. Eso no era un calcetín.

Hunter la miró a los labios y atrapó su rostro con la mano que tenía libre. Amanda supo en ese ins-
tante que iba a besarla de nuevo.

¡Sí, por favor!


–Toc, toc –se escuchó la voz de Desiderius desde las sombras.


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