Hola a todo aquel que se tome su tiempo para pasar por este humilde rincón. En este blog, se publicarán mis fics, esos que tanto me han costado de escribir, y que tanto amo. Alguno de estos escritos, contiene escenas para mayores de 18 años, y para que no haya malentendidos ni reclamos, serán señaladas. En este blog, también colaboran otras maravillosas escritoras, que tiene mucho talento: Lap, Arancha, Yas, Mari, Flawer Cullen, Silvia y AnaLau. La mayoría de los nombres de los fics que encontraras en este blog, son propiedad de S.Meyer. Si quieres formar parte de este blog, publicando y compartiendo tu arte, envía lo que quieras a maria_213s@hotmail.com

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jueves, 24 de diciembre de 2015

Los placeres de la noche * Capítulo 4

Sinopsis: Kyrian, príncipe y heredero de Tracia por nacimiento, es desheredado cuando se casa con una ex-prostituta contra los deseos de su padre. El bravo general macedonio, traicionado por la mujer a la que tanto ama, venderá su alma a Artemisa para obtener su venganza, convirtiéndose así en un cazador oscuro. Amanda Deveraux es una contable puritana que sólo ansía una vida normal. Nacida en el seno de una familia numerosa y peculiar, tanto sus ocho hermanas mayores como su madre poseen algún tipo de don, una de ellas es una importante sacerdotisa vodoo, otra es vidente, y su propia hermana gemela es una caza-vampiros. Cuando su prometido la abandona después de conocer a su familia, Amanda está más decidida que nunca a separarse de sus estrambóticos parientes. Pero todo se vuelve en su contra y, tras hacer un recado para su gemela, se despierta en un lugar extraño, atada a un ser inmortal de dos mil años y perseguida por un demonio llamado Desiderius. Por desgracia para ellos, Desiderius y sus acólitos no son el único problema que deben enfrentar. Kyrian y Amanda deben vencer ahora la conexión que los une; un vínculo tan poderoso que hará que ambos se cuestionen la conveniencia de seguir juntos. Aún más, él sigue acosado por un pasado lleno de dolor, tortura y traición que le convirtió en un hombre hastiado y desconfiado. Cuanto más descubre de su pasado, más desea Amanda ayudarle y seguir con él y darle todo el amor que merece...



La autora dice: Este libro es completamente propiedad de Sherrilyn Kenyon. Es el 4º libro de la serie Dark Hunter. Yo lo publico sin ningún tipo de interés económico, solo para que podamos disfrutar de esta increible historia.. y para que la temperatura suba!






CAPÍTULO 4


–Esto sí que es una putada –dijo Hunter con voz serena mientras se quitaba las gafas de sol y las 
guardaba en el bolsillo del abrigo. 

Sus movimientos eran deliberadamente lentos y Amanda supo al instante que era la forma en la que 
el Cazador Oscuro hacía saber a Desiderius lo insignificante que le resultaban sus amenazas.

–Aquí estoy, intentando besar a mi chica y tienes que llegar tú a interrumpirnos. ¿Qué pasa?, ¿es 
que te criaste en un establo?

Con una calma que dejó pasmada a Amanda, Hunter se dio la vuelta para enfrentar a Desiderius.

–Por cierto, toca a la chica, o al Lamborghini, y eres hombre muerto.

Desiderius salió de entre las sombras y se detuvo bajo un rayo de luna. El contraste con la amarillen-
ta luz de las farolas le confería una apariencia siniestra, a pesar de su belleza angelical. 

–Bonito coche el tuyo, Cazador Oscuro –dijo Desiderius–. Gracias a él es muy fácil seguirte la pista. 

Y, con respecto a tu amenaza, ya estoy muerto. –Sus hermosos labios se curvaron con una sonrisa burlona–. Igual que tú. 

Vestido con un traje de rayas azul, muy a la moda, Desiderius tenía toda la apariencia de un modelo. 
Su piel tenía un color dorado, sin ningún defecto, y su cabello rubio era de un tono ligeramente más claro que el de Hunter. Era tan apuesto que no parecía real. Y no aparentaba más de veinticinco años. Un hombre en la cúspide de su magnetismo sexual y de su fuerza. 

Amanda sintió que el miedo le erizaba la piel y tragó saliva con fuerza.

Esa belleza sublime en un hombre tan perverso acrecentaba su aura malévola. La única indicación 
de su verdadera naturaleza eran los dos largos colmillos que no se molestaba en ocultar mientras hablaba.

–Casi me fastidia matarte, Cazador Oscuro. Tienes un sentido del humor muy especial del que care-
cían los anteriores. 

–Eso intento –dijo Hunter colocándose entre Desiderius y Amanda–. ¿Por qué no haces esto aún más 
interesante y dejas que la mujer se vaya?

–No.

Y surgiendo de la nada, los secuaces de Desiderius atacaron en ese momento. 

Amanda escuchó un chasquido metálico.

Agarrando la muñeca que la mantenía unida a él, de modo que no pudiera hacerle daño, Hunter gol-
peó al primer vampiro rubio con la punta de la bota. Cuando vio que el Daimon se desintegraba en el aire dejando una nube de polvo, Amanda se dio cuenta que el chasquido lo había producido la hoja re-
tráctil oculta en la bota. Al instante, el arma volvió a su escondite.

Con un movimiento sacado directamente de Hollywood, Hunter golpeó a otro vampiro con el codo y 
lo envió volando de espaldas al suelo. A la velocidad del rayo, se arrodilló, sacó una navaja y la clavó 
profundamente en el pecho del Daimon; cuando éste también se evaporó, la plegó y se puso en pie.

Un tercer atacante surgió de las sombras.

Dejándose guiar por el instinto, Amanda se giró y le dio una patada. Lo alcanzó en la ingle y lo envió 
al suelo entre gemidos.

Hunter la miró y alzó una ceja.

–Cinturón negro en aikido –le dijo ella.

–Si las circunstancias fueran otras, te daría un beso. –Sonrió y miró por encima del hombro de 

Amanda–. Agáchate. 

Ella lo hizo y él lanzó una navaja directa al pecho de otro vampiro. La criatura se desintegró dejando 
una nube negra.

Hunter desenfundó la pistola.

–Métete en el coche –le ordenó, empujándola hacia el asiento del conductor.

Amanda entró tan rápido como le permitieron los grilletes, presa de continuos estremecimientos pro-
vocados por la sobrecarga de adrenalina. Pasó por encima del cambio de marchas y se acomodó en el 
asiento del copiloto mientras Hunter disparaba a los Daimons.

Él entró al coche cuando ella estuvo lista, cerró la puerta y encendió el motor. Dios santo, estaba 
sorprendentemente calmado. Jamás en su vida había visto algo así. El tipo era imperturbable. 

Otro apuesto vampiro rubio saltó al capó en el instante en que Hunter daba marcha atrás y pisaba el 
acelerador. Enseñando los colmillos, el Daimon intentó golpear el parabrisas.

–¿No os he dicho que no tocaseis el Lamborghini? –se quejó Hunter segundos antes de tomar una 
curva cerrada haciendo que el vampiro volara por los aires–. Y yo que pensaba que no podíais volar... –dijo mientras enderezaba el Lamborghini y salía a la carretera–. Supongo que Acheron necesita actualizar el manual.

Amanda se dio cuenta de que los perseguían dos coches. 

–¡Dios mío! –jadeó, rodeando la ancha y fuerte muñeca de Hunter con la mano para que éste tuviera 
más movilidad y pudiera maniobrar mejor con el cambio de marchas. La cosa se ponía fea y no quería 
ser un estorbo para él, que era el único que podía sacarla del atolladero. 

–Agárrate fuerte –le dijo él mientras ponía la radio y aceleraba.

La música de Lynyrd Skynyrd con su «That Smell» resonó con fuerza en el interior del coche justo 
cuando salían del aparcamiento y se internaban en el tráfico. Con el cuerpo rígido, Amanda comenzó a rezar el rosario, aunque ni siquiera era católica. 

–¡Las luces! –le gritó a Hunter al darse cuenta de que conducía con los faros apagados y el coche
tenía los cristales tintados, cosa que era ilegal–. ¡Las luces vendrían muy bien en este momento!

–No lo creo, ya que me molestan hasta el punto de no ver nada. Confía en mí. 

–¿Que confíe en ti? Y un cuerno –soltó Amanda, agarrándose con la mano libre al cinturón de segu-
ridad como si le fuese la vida en ello–. Por si no lo recuerdas, no soy inmortal.

Hunter soltó una carcajada.

–Sí, bueno, en un coche aplastado tampoco lo soy yo. 

Amanda lo miró con la boca abierta.

–Odio tu sentido del humor, en serio.

La sonrisa de Hunter se intensificó.

Atravesaron las atestadas calles de Nueva Orleáns a toda velocidad, pasando de un carril a otro has-
ta que Amanda creyó que iba a ponerse a vomitar. Por no mencionar que en un par de ocasiones pensó que se quedaría sin mano debido a los movimientos bruscos de Hunter. Tragó con fuerza, en un intento por calmar las nauseas, y se pasó el brazo por la cintura, luchando por mantenerse derecha a aquella velocidad. 

Un enorme Chevy negro se colocó a la altura del Lamborghini e intentó desviarlos para que se estre-
llaran contra un trailer. Amanda contuvo un chillido apretando con fuerza los dientes.

–No te dejes llevar por el pánico –le dijo Hunter, alzando la voz para hacerse escuchar por encima 

del ruido de la música mientras giraba bruscamente para pasar por debajo del trailer y pisaba a fondo el acelerador–. He hecho esto un montón de veces.

Amanda apenas podía respirar cuando se internaron en otro carril, donde un Firebird les esperaba 
para intentar chocar con ellos. El Cazador Oscuro esquivó un coche aparcado a duras penas. Estaba tan aterrorizada que sólo podía emitir pequeños jadeos. Y rezar. Cientos y cientos de oraciones. Cuando llegaron a la interestatal, había visto toda su vida pasar ante sus ojos. Y no le gustó nada lo que vio. Era demasiado breve y aún había muchas cosas que quería hacer antes de morir... incluyendo agarrar a Tabitha y darle una buena paliza. 

Súbitamente, el Chevy negro apareció junto a ellos e intentó sacarlos de la carretera. Hunter pisó el 
freno y el coche derrapó hacia un lado. 

A Amanda se le revolvió el estómago. 

–¿Sabes una cosa? –le dijo Hunter muy tranquilo–. Odio a los romanos, pero debo reconocer que sus 
descendientes han fabricado un vehículo extraordinario. 

Cambió de marcha y aceleró de nuevo, dejando atrás al Chevy. Atravesando la mediana, se interna-
ron en el tráfico y tomaron una de las salidas a tal velocidad que lo único que Amanda vio fueron los 
destellos de las luces en una especie de mancha borrosa. Los chirridos de los frenos y las pitadas de las bocinas llenaron sus oídos, seguidos por el estridente sonido del metal cuando el Firebird, lleno de Daimons, chocó contra el Chevy negro. El Firebird empujó al otro vehículo hasta el muro de contención, donde dio una vuelta de campana y cayó sobre la autopista. Aún no era capaz de respirar con normalidad cuando el Chevy de los Daimons se detuvo al lado de la calzada sin golpear a ningún otro coche.

Hunter dio un alarido de júbilo mientras hacía girar al Lamborghini bruscamente hasta dejarlo en di-
rección contraria. Pisó los frenos a fondo y echó un vistazo al caos que acababan de dejar atrás. 

Amanda se limitó a mirarlo con la boca abierta y todo el cuerpo temblando. 

Él quitó la radio y la miró con una sonrisa triunfal.

–Y sin un solo arañazo en el Lamborghini... ¡Ja! Morded el polvo, cabrones chupa-almas. 

Redujo marcha, pisó a fondo el acelerador y dio una vuelta completa en mitad de la calle, haciendo 
chirriar las ruedas antes de dirigirse al Barrio Francés. 

Amanda permaneció en silencio, sin dar crédito a lo sucedido, y trató de relajarse tomando profun-
das bocanadas de aire. 

–Te has divertido de lo lindo, ¿verdad?

–Joder, sí. ¿Les has visto la cara? –preguntó, soltando una carcajada–. Adoro este coche.

Ella miró al cielo suplicando ayuda divina.

–Dios mío, por favor, apártame de este loco antes de que muera de un susto. 

–Venga ya –le dijo con voz juguetona–. No me digas que no te ha hecho correr la sangre.

–Sí, sí, claro. De hecho, me la ha acelerado tanto que no estoy segura de cómo ha logrado sobrevivir 
mi corazón. –Lo miró fijamente–. Eres un ser humano totalmente desquiciado. 

La risa de Hunter murió al instante.

–Solía serlo, al menos. 

Amanda tragó saliva al percibir el vacío de su voz. Sin quererlo, acababa de encontrar un punto dé-
bil. El humor de ambos decayó bastante y Amanda le dio las indicaciones precisas para llegar a la casa de Grace, en St. Charles. 

Pocos minutos después, aparcaban en el camino de entrada tras el Range Rover negro de Julian Ale-
xander. El guardabarros trasero estaba ligeramente hundido tras su último encuentro con una farola. 

Pobre Julian, era un peligro en la carretera. 

Amanda miró de soslayo a su compañero. Después de todo, y siguiendo con las comparaciones, Ju-
lian no era tan malo. Al menos, jamás la mataría de un infarto. 

Hunter la ayudó a bajar del coche a través de la puerta del conductor y la precedió camino de la 
puerta. La antigua casa estaba completamente iluminada y, a través de las ligeras cortinas que cubrían 
las ventanas, Amanda pudo ver a Grace sentada en un sillón de la salita de estar. 

Bajita y morena, Grace llevaba la larga melena recogida en una cola de caballo y su tripa había au-
mentado el doble desde la última vez que la vio. Aunque faltaban nueve semanas para que saliera de 
cuentas, la pobre Grace tenía todo el aspecto de ir a dar a luz en cualquier momento. Se estaba riendo 
de algo, pero no había señales de Julian ni de sus invitados. 

Amanda se detuvo para acomodarse el pelo con la mano, enderezar su ropa sucia y abrocharse el 
polar para ocultar las manchas de sangre.

–Grace dijo que tendrían compañía, así es que creo que deberíamos intentar pasar desapercibidos, 

¿de acuerdo?

Hunter asintió con la cabeza en el mismo momento en que ella tocaba el timbre. Tras una breve es-
pera, la puerta se abrió y Julian Alexander apareció en el vestíbulo. Con su casi uno noventa de altura, 

Julian era tan deslumbrante como Hunter. Tenían el mismo color de pelo, pero sus ojos eran del azul 
más profundo que ella hubiese visto jamás. Sus rasgos parecían esculpidos pero, teniendo en cuenta 
que era el hijo de la diosa Afrodita, no era de extrañar. La sonrisa de bienvenida se borró del rostro del hombre cuando miró a Hunter y al instante se quedó con la boca abierta. 

Amanda comprobó que Hunter reaccionaba de la misma forma; parecía estar perplejo. 

–¿Julian de Macedonia? –preguntó Hunter con incredulidad.

–¿Kyrian de Tracia?

Antes de que Amanda pudiera moverse, los dos hombres se fundieron en un abrazo, como si se tra-
tara de dos hermanos largo tiempo separados. Su brazo siguió el movimiento del de Kyrian al abrazar a Julian. 

–¡Por todos los dioses! –jadeó Julian–. ¿De verdad eres tú?

–No puedo creerlo –dijo Hunter apartándose un poco para mirar a Julian de arriba abajo–. Pensaba 
que estabas muerto. 

–¿Yo? –le preguntó Julian–. ¿Y tú qué? Oí que los romanos te habían ejecutado. ¡Por Zeus! ¿Cómo es posible que estés aquí? –En ese momento, bajó la mirada y vio los grilletes–. ¿Qué...?

–Por eso hemos venido –dijo Amanda–. Nos han encadenado y esperaba que tú pudieras separar-
nos. 

–Los forjó tu padrastro –añadió Hunter–. ¿No tendrás una llave en algún lado, por casualidad?

Julian se rió.

–Supongo que no debería sorprenderme. Por lo menos esta vez no has traído a una princesa amazo-
na con una madre iracunda exigiendo que se te corten ciertas partes de tu cuerpo... –Julian meneó la 
cabeza como si se tratase de un padre regañando a su hijo–. Dos mil años después y aún sigues me-
tiéndote en líos increíbles.

Hunter lo miró con una sonrisilla forzada.

–Algunas cosas no cambian jamás. Si consigues separarnos te deberé una, ¿no te importa?

Julian ladeó la cabeza.

–La última vez que hice recuento, me debías dos favores.

–¡Ah, sí! No me acordaba de lo de Prymaria.

Por la expresión del rostro de Julian, Amanda supo que a él no se le había olvidado y la verdad era 
que mataría por enterarse de lo que había sucedido. Pero ya habría tiempo para eso más tarde. Lo pri-
mero era liberar su brazo. Movió la cadena, haciendo que tintineara. 

Julian retrocedió y los invitó a entrar a la casa.

–Habéis tenido suerte –les dijo mientras los acompañaba hasta la salita.

Grace no se había movido del sillón; ahora sostenía a Vanessa en su regazo mientras la madre de Ju-
lian, rubia y espléndida, ocupaba un lugar en el sofá y jugaba con Niklos y uno de sus peluches. Un
hombre moreno y alto estaba sentado junto a Afrodita y sostenía al pequeño en sus brazos, riéndose de los dos. 

El Cazador Oscuro jadeó al ver la poco corriente escena familiar y apartó a Amanda con un brusco 
empujón, momentos antes de que Afrodita alzara la vista y maldijera.

Antes de Amanda pudiera entender lo que sucedía, la diosa alargó un brazo y de su mano surgió una 
especie de rayo luminoso que golpeó directamente a Hunter. El impacto lo tiró al suelo de espaldas, 
arrastrándola junto a él. 

Amanda aterrizó sobre el pecho de Hunter y en ese momento vio la quemadura que el rayo le había 
provocado en el hombro. Olía a piel y carne quemada. Sabía que el dolor de la herida tenía que ser ho-
rroroso, pero él no parecía notarlo. Muy al contrario, Hunter se quitó las gafas de sol con rapidez, la 
apartó de su pecho e intentó alejarla de él tanto como fuera posible. Poniéndose en pie se colocó entre 
la diosa y Amanda. 

–¡Cómo te atreves! –gritó Afrodita con el hermoso rostro desfigurado por la ira. Con los ojos entrece-
rrados se levantó del sofá y se acercó a Hunter como si se tratase de una bestia mortal acechando a su 
presa–. Sabes que te está prohibido mostrarte ante nosotros. 

Julian agarró el brazo de su madre antes de que pudiera llegar hasta Kyrian.

–¡Madre, detente! ¿Qué estás haciendo?

Ella lo miró furiosa.

–¿Cómo te has atrevido a traer a un Cazador Oscuro ante mi presencia? ¡Sabes que está prohibido!

Julian frunció el ceño y observó a Hunter. La incredulidad se reflejaba en su rostro. 

Hunter miró a Amanda por encima de su hombro.

–Estás a punto de ser libre, pequeña –le susurró.

Afrodita alzó la mano.

Aterrorizada, Amanda se dio cuenta de que la diosa pretendía acabar con él. ¡No!, el grito se atascó 
en su garganta mientras su corazón latía a toda velocidad, presa del pánico. 

Julian atrapó la muñeca de su madre antes de que pudiera herir a Hunter de nuevo.

–No, mamá –la increpó Julian–. Cazador Oscuro o no, da la casualidad de que es el único hombre 
que me guardó las espaldas mientras todos los demás rezaban para verme muerto. Si lo matas, jamás
te perdonaré. 

El rostro de Afrodita adoptó una expresión pétrea.

Julian la soltó.

–Nunca te he pedido nada antes. Pero ahora lo hago, como tu hijo que soy. Ayúdalo. Por favor. 

Afrodita miró a Julian y a Hunter alternativamente. La indecisión en su mirada era tangible. 

–¿Hefesto? –llamó Julian al hombre sentado en el sofá–. ¿Los liberarás?

–Está prohibido –contestó el dios bruscamente– y lo sabes. Los Cazadores Oscuros no poseen alma y 
están más allá de nuestro alcance. 

–No pasa nada, Julian –dijo Hunter en voz baja–. Pídele que el rayo no me atraviese para que no 

hiera a la mujer. 

Fue entonces cuando Afrodita vio a Amanda. Y su mirada se posó sobre los grilletes. 

–¿Mamá? –le pidió Julian de nuevo.

Afrodita chasqueó los dedos y los grilletes desaparecieron.

–Gracias –le dijo Julian.

–Sólo lo he hecho para ayudar a la humana –dijo la diosa con gravedad antes de volver al sofá–. El 

Cazador Oscuro puede apañárselas solo.

Hunter le dijo las gracias en silencio a Julian, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta.

–Kyrian, espera –le dijo Julian, deteniéndolo–. No puedes marcharte estando herido.

La expresión del Cazador Oscuro era impasible.

–Ya conoces las normas, adelphos. Me las apaño solo.

–No, esta noche no. 

–Si él se queda –dijo Afrodita–, tenemos que marcharnos.

Julian miró a su madre y asintió con la cabeza. 

–Lo sé, mamá. Gracias de nuevo por ayudarlo. Hasta luego.

La diosa desapareció con un destello luminoso. Hefesto dejó a Niklos en el suelo y acto seguido tam-
bién se evaporó. 

–¿Julian? –lo llamó Grace desde la salita–. ¿Corre peligro Vanessa si la dejo en el suelo?

–No –le contestó él.

Amanda observó la mirada de tristeza en los ojos de Hunter cuando los gemelos se acercaron co-
rriendo a su padre.

Niklos se apartó, feliz de ver a Amanda, y comenzó a parlotear mientras le tendía los brazos. Ella lo 
cogió y lo abrazó con fuerza antes de darle un beso sobre los suaves rizos rubios.

Dando saltos entre sus brazos, el niño soltó una carcajada y la abrazó.

Vanessa se dirigió directamente a Hunter, cosa absolutamente normal en ella; la pequeña hechicera 
no se arredraba ante los extraños. Extendió el brazo y le ofreció la galleta a medio comer que llevaba en la mano.

–¿Ga-lleta? –le preguntó con su hablar titubeante, propio de un bebé.

Arrodillándose ante ella, Hunter sonrió con ternura, cogió la galleta y acarició con suavidad el cabello 
oscuro de la niña. 

–Gracias cielo –le dijo con suavidad antes de devolverle la galleta–, pero no tengo hambre.

Vanessa dio un gritito y se arrojó a sus brazos.

Aunque Amanda viviera toda una eternidad, jamás sería capaz de olvidar la mirada desesperada, de 
profundo dolor, que se reflejó en los ojos de Hunter mientras abrazaba a la niña contra su pecho. Había anhelo. Sufrimiento. Era la mirada de un hombre que sabía que sostenía entre sus brazos algo que no deseaba que le arrebataran. 

Cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre la cabecita de Vanessa mientras apretaba los puños y la abra-
zaba aún más fuerte. 

–Por los dioses, Julian, siempre haces unos niños tan hermosos...

Julian no contestó mientras Grace se acercaba, pero Amanda reconoció la angustia en sus ojos al 
observar cómo su amigo abrazaba a su hija.

Los dos hombres intercambiaron una mirada.

Recordaban algo, alguna pesadilla vivida por ambos de la que Amanda no sabía nada. 

Julian tomó a Grace de la mano. 

–Grace, éste es mi amigo Kyrian de Tracia. Kyrian, ésta es mi esposa.

Hunter se puso en pie con la misma agilidad que una pantera negra, sosteniendo a Vanessa con mu-
cho cuidado en sus brazos.

–Es un honor conocerte, Grace.

–Gracias –le contestó ella–. Lo mismo digo. Julian ha hablado tanto de ti que es como si ya te cono-
ciera. 

Hunter miró a Julian con los ojos entrecerrados.

–Teniendo en cuenta lo mucho que siempre ha censurado mi comportamiento, tiemblo al pensar lo 
que ha podido contarte.

Grace se rió.

–Nada malo. ¿Es cierto que en una ocasión incitaste a toda una casa de putas a que...?

–¡Julian! –masculló Hunter–. No puedo creer que le contaras eso.

Sin inmutarse siquiera, Julian se encogió de hombros e ignoró la irritación de su amigo.

–Siempre has sabido sacar a relucir tu ingenio bajo presión.

Grace jadeó y se llevó la mano hacia el voluminoso vientre. Su marido se acercó a ella y la agarró del 
brazo, observándola con preocupación.

Respirando entrecortadamente, Grace se frotó el vientre y los miró con una débil sonrisa.

–Lo siento. El bebé da patadas como una mula.

Hunter miró el vientre de Grace y una extraña luz iluminó sus ojos. Por un instante, Amanda hubiese 
jurado que los había visto brillar.

–Es otro niño –les dijo en voz baja y distante.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Grace, sorprendida, mientras continuaba frotándose arriba y abajo–. 

Sólo lo sé desde ayer mismo.

–Puede percibir el alma del bebé –le dijo Julian suavemente–. Es uno de los poderes protectores de 
un Cazador Oscuro.

Hunter miró a su amigo.

–Éste va a tener un carácter fuerte. Generoso y tierno, pero muy imprudente.

–Me recuerda a alguien que conocí en una ocasión –comentó Julian.

Esas palabras parecieron torturar a Hunter.

–Venga –dijo Julian, tomando a Vanessa de los brazos de Kyrian y poniéndola en el suelo, sin hacer 
caso a sus lloriqueos de protesta–. Necesito que me acompañes arriba para curarte esa herida.

Amanda se quedó en el pasillo, sin saber qué hacer. Un millón de preguntas bullían en su interior en 
busca de respuestas y, si no hubiese sido por la herida de Hunter, estaría de camino al piso superior para formularlas todas. Pero Julian tenía razón. Esa herida tenía un aspecto muy feo y necesitaba ser 
atendida. Tras echar una mirada pensativa a las escaleras, se dio la vuelta para hablar con Grace.

–Pareces asombrosamente tranquila, a pesar del caos que se ha formado aquí. Dioses desvanecién-
dose, gente que llega cubierta de sangre y a la que lanzan un rayo en tu recibidor... Cualquiera pensaría que a estas alturas deberías estar de los nervios, sobre todo, teniendo en cuenta tu estado. 

Grace rió mientras conducía a una llorosa Vanessa de vuelta a la salita de estar.

–Bueno, durante los últimos años casi me he acostumbrado a ver a dioses apareciendo y desapare-
ciendo de repente. Y a otras cosas en las que no quiero ni pensar. Estar casada con Julian es, sin duda, un buen modo de aprender a mantener la calma. 

Amanda se rió sin mucho entusiasmo y volvió a mirar hacia la escalera, preguntándose de nuevo 
acerca de su enigmático Cazador Oscuro.

–Hunter, o Kyrian, ¿es también un dios?

–No lo sé. Por lo que Julian me ha contado, siempre he creído que era un hombre; pero estoy tan a 
oscuras como tú. 

Mientras Grace tomaba asiento, Amanda escuchó a los hombres hablar a través del transmisor colo-
cado en la habitación de los bebés.

Grace extendió el brazo para apagar el receptor.

–Por favor, espera.

Amanda se sentó y jugueteó con Niklos mientras escuchaba la conversación que se desarrollaba en 
el piso superior. 

–Joder, Kyrian –le dijo Julian tan pronto como éste le dio su camisa–. Tienes más cicatrices que mi 

padre. 

Kyrian dejó escapar el aire lentamente mientras rozaba la quemadura que el rayo de Afrodita le ha-
bía causado en el hombro.

Se encontraban en la habitación de los gemelos, al fondo del pasillo. Kyrian entornó los ojos, molesto 
por el brillo de la luz sobre el papel que cubría las paredes –amarillo y con ositos– y sacó las gafas de 
sol. Julian debió recordar parte de la antigua mitología griega, porque apagó la luz y encendió una lamparita pequeña que inundó la habitación con un suave resplandor. 

Debilitado por el dolor, Kyrian notó que su reflejo en el espejo apenas si era perceptible. La capaci-
dad de no reflejarse en los espejos era una de las medidas de protección de las que gozaba un Cazador 

Oscuro. Para conseguir verse en uno de ellos, tenían que proyectar una imagen mental, algo que resul-
taba muy duro estando herido o excesivamente cansado.

Kyrian se apartó un poco del armario pintado de blanco y se encontró con la interrogante mirada de 
Julian.

–Dos mil años de lucha suelen dejar huella en el cuerpo.

–Siempre tuviste más pelotas que cerebro.

Un espeluznante escalofrío recorrió la espalda de Kyrian al escuchar esas palabras tan familiares. Era 
imposible recordar las innumerables ocasiones en las que Julian las había pronunciado en griego anti-
guo. 

Cómo había echado de menos a su amigo y mentor a lo largo de los siglos... Julian había sido el úni-
co al que había prestado atención. Y uno de los pocos hombres a los que había respetado de verdad. Se frotó el brazo y continuó hablando.

–Lo sé. Pero lo gracioso es que siempre escucho tu voz en mi mente pidiéndome que tenga pacien-
cia. –Hablando con una voz más ronca, imitó el acento espartano de Julian–: «Maldición Kyrian, ¿es que no puedes pensar nunca antes de actuar?»

Julian no respondió.

Kyrian sabía lo que pasaba por la mente de su amigo. Los mismos recuerdos agridulces que le per-
seguían a él cada noche cuando se relajaba el tiempo suficiente como para dejar que el pasado regresa-
ra. Imágenes de un mundo desaparecido hacía mucho tiempo; de gente y de familia que no eran más 
que sombras difusas y sentimientos perdidos. 

El suyo había sido un mundo muy especial, pero su elegancia primitiva aún caldeaba sus corazones. 

Kyrian todavía podía oler el aceite de las lámparas que iluminaban su hogar y sentir la brisa fresca y fragante del Mediterráneo que perfumaba su villa. 

En una extraña contradicción con los pensamientos de Kyrian, Julian abrió el pequeño botiquín y 
buscó un moderno paquete de hielo. Cuando lo encontró, quitó el cierre para liberar el gel y lo sostuvo sobre el hombro de Kyrian. Éste siseó al sentir el frío sobre la herida. 

–Siento mucho lo de la descarga astral –se disculpó Julian–. Si lo hubiese sabido...

–No tienes la culpa de nada. No había modo de que supieras que había entregado mi alma. No es 

precisamente el modo de comenzar una conversación. «Hola, soy Kyrian. No tengo alma. ¿Qué tal es-
tás?»

–No tiene gracia.

–Claro que sí, lo que pasa es que nunca has entendido mi sentido del humor.

–Lo que pasa es que siempre salía a relucir cuando estábamos a un paso de la muerte.

Kyrian se encogió de hombros y deseó no haberlo hecho cuando el dolor le recorrió el brazo.

–¿Qué puedo decir? Vivo para fastidiar al viejo Apollyon. –Cogió el paquete de las manos de Julian y 
retrocedió un paso–. ¿Qué te ocurrió Julian? Me dijeron que Escipión te capturó junto a tu familia y que os asesinó. 

Julian soltó un bufido.

–¿Y tú lo creíste? Fue Príapo quien mató a mi familia. Cuando los encontré muertos me dejé llevar 
por un «momento Kyrian» y fui tras él. 

Kyrian alzó una ceja. Que él supiera, Julian nunca había cedido a un impulso en toda su vida. El tipo 
era la calma y la reflexión personificadas, sin importar el caos que hubiera a su alrededor. Y eso había sido una de las cosas que más apreciara de su amigo. 

–¿Tú hiciste algo impulsivo?

–Sí. Y lo pagué muy caro –dijo, cruzando los brazos sobre el pecho y mirando a Kyrian a los ojos–. 

Príapo me maldijo y me encerró en un pergamino. Pasé dos mil años como esclavo sexual antes de que mi esposa me liberara.

Kyrian soltó un silbido de incredulidad. Había oído hablar de tales maldiciones. El sufrimiento era 
agónico, y su orgulloso amigo debía haberlo pasado realmente mal. Julian nunca había permitido que 
nadie dirigiese su camino. Ni siquiera los dioses. 

–Y tú me llamas loco a mí... –dijo Kyrian–. Yo me limité a provocar el odio de los romanos. Tú fuiste tras el panteón griego al completo. 

Julian le pasó un tubo de crema para las quemaduras. Cuando habló, su voz sonó ronca.

–Me estaba preguntado... cuando me marché, ¿qué sucedió con...?

Kyrian lo miró a los ojos y vio la agonía reflejada en ellos. Descubrió que para su amigo era dema-
siado doloroso el hecho de mencionar lo sucedido. Él todavía sentía el dolor al recordar las muertes de los hijos de Julian. De cabellos rubios y mejillas sonrosadas, habían sido dos niños preciosos y vivaces; resultaba imposible hacerles justicia con simples palabras. Su simple presencia hacía que el corazón de Kyrian se encogiera de envidia. 

¡Por los dioses! Cómo había deseado poder tener su propia familia, sus propios hijos. Cada vez que 
visitaba el hogar de Julian, anhelaba poder vivir una existencia como la de su amigo. Era lo único que 
había querido siempre. Un hogar acogedor, unos hijos a los que amar y una esposa que lo quisiera. Cosas sencillas, en realidad, pero que siempre habían resultado imposibles para él. 

Y ahora, como Cazador Oscuro, esos deseos no eran más que sueños irrealizables. 

Kyrian no podía ni imaginarse el horror que Julian debía sentir cada vez que recordara a sus hijos. 

Dudaba mucho de que cualquier otro hombre pudiera amar a unos niños tanto como su amigo. Recor-
daba el día en que Atolycus, con cinco añitos, había cambiado la cola de caballo del yelmo de Julian por unas plumas, como regalo para su padre antes de cabalgar a la batalla. Julian había sido uno de los generales más temidos de todo el ejército macedonio, pero por no herir los sentimientos de su hijo, había llevado su regalo con orgullo delante de todos sus hombres. 

Nadie se atrevió a reírse. Ni siquiera Kyrian.

Se aclaró la garganta y desvió la mirada de la de su amigo.

–Enterré a Calista y a Atolycus en el huerto desde el que se veía el mar, donde solían jugar. La fami-
lia de Penélope se hizo cargo de su cuerpo, y envié el cadáver de Jasón a casa de su padre.

–Gracias.

Kyrian asintió con la cabeza.

–Era lo menos que podía hacer. Eras un hermano para mí. 

Julian se rió con tristeza.

–Supongo que eso explica por qué tenías esa fijación por hacerme la vida imposible. 

–Alguien tenía que hacerlo. Con veintitrés años eras demasiado duro y serio.

–No como tú.

Kyrian apenas recordaba al hombre que una vez fue y del que Julian estaba hablando. Despreocupa-
do y siempre listo para la batalla. De sangre caliente y con cabeza de chorlito. Era un milagro que Julian no lo hubiese matado. La paciencia de ese hombre no tenía límites.

–Mis gloriosos días de desperdiciada juventud –dijo Kyrian con melancolía. 

Mirándose el hombro, comenzó a extender la crema sobre la quemadura. Dolía, pero ya estaba acos-
tumbrado al dolor físico. Y se había enfrentado a sufrimientos mucho peores que ese minúsculo dolor. 

Julian arqueó una ceja y lo miró de forma inquisitiva.

–Los romanos te capturaron por mi culpa, ¿no es cierto?

Kyrian se detuvo al ver el remordimiento en los ojos de su amigo. Después, siguió extendiéndose la 
crema.

–Siempre fuiste muy duro contigo mismo, Julian. No fue por tu culpa. Tras tu desaparición continué 
con la sangrienta cruzada contra sus ejércitos. Me forjé mi propio destino en ese aspecto, y tú no tuviste nada que ver. 

–Pero si hubiese estado allí, podría haber evitado que te cogieran.

Kyrian resopló.

–Eras muy bueno sacándome de los problemas, no hay duda. Pero ni quisiera tú podrías haberme 
salvado de mí mismo. Si hubieses estado allí, los romanos habrían tenido a otro general macedonio al 
que crucificar. Créeme, estabas mucho mejor en ese pergamino que enfrentándote al destino que Esci-
pión y Valerius tenían en mente para nosotros. 

A pesar de sus palabras, Kyrian aún veía la culpa reflejada en el rostro de su amigo, y quería librarlo 
de ella.

–¿Qué sucedió? –preguntó Julian–. Según los historiadores Valerius te capturó en plena batalla. Pero 
no puedo creerlo. No luchando como luchabas.

–Y la historia dice que tú fuiste asesinado por los hombres de Escipión. Los ganadores escriben su 
versión de los hechos. 

Por primera vez desde hacía siglos, Kyrian dejó que los recuerdos lo transportaran de vuelta a aquel 
aciago día del pasado. Apretó los dientes cuando una oleada de angustia y rabia lo invadió al recordar 
vívidamente por qué había encerrado esos recuerdos en el fondo de su mente. 

–Ya sabes que las Parcas son unas putas traicioneras. No fui capturado por Valerius; me tendieron 
una trampa y me ofrecieron a él como un regalo.

Julian frunció el ceño.

–¿Cómo?

–Mi pequeña Clytemnestra en su lecho, en nuestra casa.

El rostro de Julian perdió el color.

–No puedo creer que Theone hiciese algo así, después de todo lo que sacrificaste por ella.

–Toda buena acción tiene un precio.

 Julian miró a Kyrian con el ceño nuevamente fruncido ante la amargura de sus palabras. Éste no era 
el mismo hombre que había conocido en Macedonia. Kyrian de Tracia siempre había estado lleno de alegría, generosidad y ternura. El hombre que se alzaba ante él carecía de entusiasmo. Se mantenía en 
guardia. Era muy suspicaz y su comportamiento rayaba en la frialdad. 

–¿Te convertiste en un Cazador Oscuro a causa de la traición de tu esposa? –le preguntó Julian.

–Sí.

Julian cerró los ojos cuando sintió que la compasión por su amigo se abría paso hacia su corazón de 
la mano de la ira. Veía a su amigo en sus recuerdos tal y como había sido siglos atrás. Sus ojos siempre habían tenido una mirada alegre y traviesa. Kyrian amaba la vida como muy pocas personas lo hacían. 

De espíritu generoso, amable por naturaleza y de corazón valeroso, Kyrian siempre lograba desarmarlo y, en incontables ocasiones, había deseado poder odiar al malcriado muchacho. 

Pero le había resultado imposible.

–¿Qué te hizo Valerius? –preguntó Julian.

Kyrian respiró hondo.

–Créeme, no te gustaría conocer todos los detalles.

Julian observó cómo Kyrian hacía un leve gesto de dolor cuando un repentino recuerdo asaltó su 
mente.

–¿Qué pasa?

–Nada –contestó Kyrian malhumorado.

Los pensamientos de Julian volvieron a la esposa de Kyrian. Pequeña y rubia, Theone había sido más 
hermosa que Helena de Troya. Sólo la había visto una vez, y de lejos. Pero aún así, supo al instante lo que había llamado la atención de Kyrian. Theone poseía un aura irresistible que hablaba a las claras de su amplia experiencia sexual y de su habilidad en esos menesteres. Cuando la conoció, con apenas veintidós años, el joven Kyrian se había enamorado de ella al instante; de una mujer ocho años mayor que él. No le importó lo que los demás dijeran sobre ella; Kyrian jamás escuchaba a nadie. Había amado a esa mujer con locura, con toda su alma.

–¿Qué pasó con Theone? –preguntó Julian–. ¿Descubriste por qué lo hizo?

Kyrian arrojó el paquete de hielo a la bolsa.

–Me dijo que lo hacía por temor a que no pudiera protegerla.

Julian soltó una maldición.

–Yo dije algo más fuerte –contestó Kyrian en voz baja–. Estuve tres semanas allí tendido, intentando 
descubrir qué era lo que ella odiaba tanto de mí como para entregarme a mi peor enemigo. Jamás me 
había dado cuenta antes de lo imbécil que fui. 

Kyrian mantuvo la mandíbula fuertemente apretada al recordar la mirada de su esposa mientras co-
menzaba su ejecución. Lo había mirado frente a frente, sin demostrar ni pizca de remordimiento. 

Fue entonces cuando se dio cuenta de que, aunque él le había dado lo mejor de sí mismo, todo su 
corazón y su alma, ella no le había dado nada. Ni siquiera su ternura. Si sus ojos hubiesen mostrado ese día un pequeño destello de remordimiento, un poco de pena...

Pero su rostro sólo reflejaba una morbosa curiosidad.

Y eso había destrozado su corazón. Si Theone no fue capaz de amarlo después de todo lo que él le 
había dado, sólo podía significar una cosa: que no era digno de ser amado. 

Su padre había estado en lo cierto.

«Ninguna mujer puede amar a un hombre de tu posición y riqueza. Afróntalo. Muchacho, para ellas 
sólo serás un bolsillo bien repleto.»

Desde entonces, su corazón sangraba por la verdad que encerraban esas palabras. Jamás volvería a 
permitir que una mujer tuviese ese tipo de poder sobre él. Se negaba a que el amor –o cualquier otro 
motivo– lo cegara, apartándolo de sus necesidades. Su trabajo era lo único que importaba. 

–Lo siento muchísimo –susurró Julian.

Kyrian se encogió de hombros.

–Todos tenemos algo de lo que arrepentirnos –le contestó mientras recogía la camisa. 

–Escúchame –le dijo Julian, deteniéndolo–, ¿por qué no te das una ducha y me dejas que te preste 
algo de ropa?

–He desaparecido en mitad de una cacería.

–No te ofendas Kyrian, pero estás hecho un desastre. Reconozco que hace mucho que no participo 
en una lucha, pero sé que es mucho más fácil enfrentarse a la batalla después de un baño caliente y con el estómago lleno. 

Kyrian dudó.

–¿Quince minutos?

–De acuerdo, que sea rápido.

Kyrian dejó que el agua caliente relajara su magullado cuerpo. La noche aún era joven, pero estaba 
muy cansado. El hombro le daba punzadas y no dejaba de dolerle y la herida en el costado no estaba 
mucho mejor. 

Pero aún dolorido, toda su atención estaba puesta en la mujer que lo esperaba escaleras abajo.

¿Por qué lo atraía tanto? Había salvado a numerosos humanos a lo largo de los siglos y no había 
sentido nada por ellos, aparte de una simple curiosidad. 

Pero esta mujer, con su mirada franca y abierta y su sonrisa hechicera, le había llegado al corazón. 

Un corazón que había perdido siglos atrás. Pero no lo necesitaba. A los Cazadores Oscuros se les prohibía mantener una relación estable. En caso de necesidad, sus encuentros sexuales se limitaban a una sola noche. 

Volvían a nacer para caminar en soledad a lo largo de los siglos. Todos y cada uno de ellos lo tenía 
muy presente. Lo habían jurado. 

Y nunca antes le había molestado que fuese así.

Sólo había habido una ocasión, a lo largo de su vida, en la que la sonrisa de una mujer le había pro-
vocado esta extraña y vertiginosa sensación en la boca del estómago. 

Lanzó una maldición ante el recuerdo.

–Venga, Kyrian –se dijo a sí mismo mientras se duchaba–. Sal de esta casa, mata a Desiderius y 

vuelve a tu hogar. Olvida que la has visto. 

La mera idea de no volver a verla nunca más hacía que el dolor lo partiera en dos. Pero tenía muy 
claro lo que debía hacer. Ésta era su vida y adoraba la oscuridad de la noche a la que estaba ligado por 
un juramento. Sus obligaciones eran su única familia. Su juramento, su corazón. 

Su trabajo era su amor y lo seguiría siendo durante toda la eternidad. 

–¿Amanda?

Alejando su pensamiento del atractivo Cazador Oscuro, Amanda miró a Grace, que estaba sentada 
en el sillón. 

–¿Te importaría subir a la habitación de los gemelos y traerme un pañal? –le preguntó Grace–. Si 
subo esas escaleras de nuevo creo que no volveré a bajar. 

Amanda se rió.

–Claro. No tardaré.

Subió las escaleras y atravesó el pasillo. Pasó por delante de la puerta del baño en el mismo instante 
en que Kyrian salía de él con una toalla alrededor de la cintura. Y chocaron. 

Hunter le puso las manos sobre los hombros para sujetarla y las pupilas se le dilataron al reconocer-
la. Amanda se quedó helada cuando se dio cuenta de que el brazalete de plata que llevaba en la muñe-
ca se había trabado en uno de los flecos de la toalla de Hunter.

Y, lo que era aún peor, se le estaba haciendo la boca agua al contemplar toda aquella piel morena y 
sensual, al sentir sus fuertes manos sobre ella.

El poder y la fuerza que emanaban de él hacían que se le acelerara el corazón. Y el aroma fresco y 
limpio de su piel... Llevaba el pelo húmedo peinado hacia atrás, lo que dejaba los fuertes rasgos del rostro bien a la vista, y dudaba mucho de que pudiese haber un hombre más apuesto. 

Los ojos oscuros de Hunter, rodeados de pestañas pecaminosamente largas, la miraban con intensi-
dad. El deseo voraz que se leía en ellos la puso a cien e hizo que se estremeciera. Tenía todo el aspecto de poder devorarla y, de hecho, Amanda deseaba que la devorara. Completamente. Por entero. 

Y que la saboreara. 

–Esto sí que se pone interesante –dijo él con un asomo de diversión en la voz.

Amanda no sabía qué hacer, allí de pie, con la muñeca peligrosamente cerca de la súbita protube-
rancia que había surgido bajo la toalla. ¿Qué pasaba con ellos que acababan unidos cada dos por tres? 

Deslizó la mirada por la multitud de cicatrices que cubrían el cuerpo de Hunter y no pudo evitar preguntarse cuántas de ellas habrían sido causadas por la tortura que le había mencionado a Julian un rato antes.

–La mayoría –le susurró mientras alzaba un brazo para posar la mano sobre su nuca. 

Amanda sintió cómo sus dedos le acariciaban el cabello. La otra mano, que aún estaba sobre su 
hombro, la sujetó con más fuerza, aunque de modo muy sutil.

–¿Qué? –le preguntó ella alzando la vista.

–La mayoría de las cicatrices son de los romanos.

Ella frunció el ceño.

–¿Cómo sabías lo que estaba pensando?

–Estaba espiando tus pensamientos, del mismo modo que tú hiciste con Julian y conmigo. 

Un escalofrío recorrió la espalda de Amanda al caer en la cuenta de los poderes psíquicos de Hunter. 

–¿De verdad puedes hacer eso?

Él asintió sin mirarla a la cara. Tenía los ojos clavados en el lugar donde su mano le acariciaba el ca-
bello, como si estuviese memorizando su tacto. 

La miró a los ojos de forma tan repentina que Amanda emitió un jadeo.

–Y con respecto a la pregunta que temes formular, lo único que tienes que hacer es mover el brazo y 
lo sabrás. 

–¿Saber qué?

–Si cuando me quite la toalla voy a estar igual de bueno que con ella. 

Amanda se ruborizó intensamente al escuchar sus aterradores pensamientos en boca de Hunter. An-
tes de que pudiera moverse, él la soltó y dejó caer la toalla, que quedó colgando de su brazalete.

Al ver a Hunter completamente desnudo delante de ella, se quedó con la boca abierta. Su cuerpo, de 
músculos duros y perfectamente definidos, parecía obra de un escultor. Y al instante descubrió que su 
piel era de color dorado en todos sitios. No era producto de la exposición al sol, sino natural. 

Amanda lo deseaba de forma desesperada. 

Lo único que tenía en mente era llevarlo a la habitación y tirar de él para tenerlo encima, luego al la-
do y luego debajo durante el resto de la noche. 

¡Ay! La de cosas que quería hacerle a este hombre. 

Una ligera sonrisa curvó los labios de Hunter y, por el brillo que adquirieron sus ojos, Amanda des-
cubrió que estaba leyéndole el pensamiento. Otra vez.

Él se inclinó hacia delante hasta que sus mejillas se tocaron y su cálido aliento le rozó el cuello, abra-
sándola.

–El nudismo nunca fue un problema para los antiguos griegos –le susurró al oído.

Los pezones de Amanda se endurecieron. 

Muy lentamente, Hunter movió la mano y le alzó la barbilla. Sus ojos la atraparon; daba la sensación 
de querer sondear su mente en busca de algo. Antes de que ella pudiese reaccionar, bajó la cabeza y la 
besó.

Amanda gimió al sentir el roce de sus labios. Este beso era muy diferente al anterior. Era tierno. Dul-
ce.

Y la hacía arder.

Hunter abandonó sus labios y dejó un reguero de abrasadores besos desde el mentón hasta el cue-
llo, mientras su lengua le humedecía la piel con suaves caricias. Amanda colocó los brazos sobre sus 
hombros desnudos y apoyó todo su peso sobre él. 

–Eres tan tentadora –susurró Hunter antes de trazar la curva de su oreja con la lengua–. Pero tengo 
trabajo que hacer, y tú odias todo lo que no sea humano. Y todo lo relacionado con el mundo paranor-
mal. –Se alejó un poco y la miró apesadumbrado–. Es una lástima.

Desenganchó la toalla del brazalete y, echándosela sobre un hombro, comenzó a andar hacia la habi-
tación. Amanda apretó los dientes al contemplar ese delicioso y magnífico trasero.

Con el cuerpo en llamas, recordó el pañal.

Tan pronto como pensó en él, Hunter abrió la puerta, le arrojó uno y cerró de nuevo.

Kyrian se apoyó contra la puerta cerrada, luchando contra el ardiente deseo que lo atravesaba. Era 
una sensación voraz y traicionera que le hacía anhelar cosas que jamás podría tener. Cosas que sólo 
conseguirían acrecentar su sufrimiento. Y ya había sufrido el equivalente a diez mil vidas humanas.

Tenía que sacársela de la cabeza.

Pero mientras estaba allí plantado, la soledad de su existencia se posaba sobre él con saña. 

«Muchacho, te dejas guiar por el corazón con demasiada frecuencia. Algún día te llevará a la ruina.»

Se encogió al recordar la advertencia de su padre. Ninguno de los dos sabía en aquel momento lo 
ciertas que acabarían siendo esas palabras. 

Soy un Cazador Oscuro.

Tenía que aferrarse a la realidad. Era lo único que se interponía entre Amanda y lo que sería su ani-
quilación. 

Desiderius estaba ahí fuera y él debía detenerlo.

Pero lo que en realidad deseaba hacer, era bajar las escaleras, alzar a Amanda entre sus brazos y 
llevarla hasta su casa donde pasaría la noche entera explorando cada centímetro de su cuerpo con los 
labios, con las manos. Con la lengua.

–Soy un imbécil –masculló mientras se obligaba a ponerse la ropa que Julian le había prestado.

No volvería a pensar en Amanda ni en el pasado. Tenía algo mucho más importante que hacer. Algo 
que no podía dejar de lado. Protegía a la gente. Y viviría y moriría protegiéndolos, lo que significaba que los deseos físicos que despertaba una mujer como Amanda estaban estrictamente prohibidos. 

Unos minutos después, vestido con unos vaqueros de Julian y un jersey negro de cuello de pico, sa-
lió de la habitación con el abrigo de cuero sobre el hombro y bajó hasta el recibidor, donde lo esperaban 

Julian, Grace, Amanda y los niños. 

Julian le ofreció una pequeña bolsa de papel.

–¡Jolines! –dijo Kyrian al cogerla–, gracias papi. Te prometo que seré un buen chico y que me porta-
ré bien con los otros niños. 

Julian soltó una carcajada.

–Payaso.

–Es mejor que ser un hazmerreír. –Kyrian mantuvo la compostura cuando miró a Amanda y sintió 
que el deseo lo abrasaba. ¿Qué tenía esa mujer que le resultaba imposible mirarla sin desear probar sus labios o sentir su cuerpo entre los brazos? Se aclaró la garganta antes de hablar–. Aseguraos de que se queda aquí hasta que amanezca. Los Daimons no podrán entrar sin una invitación.

–¿Y qué pasará mañana por la noche? –preguntó Grace.

–Desiderius estará muerto para entonces.

Julian asintió.

Kyrian se dio la vuelta para marcharse, pero, antes de que llegar a la puerta, Amanda lo agarró del 
brazo con suavidad y lo detuvo.

–Gracias –le dijo.

Él inclinó la cabeza.

Márchate. Porque si no lo hacía, acabaría sucumbiendo a la exigente necesidad que sentía en su in-
terior. 

Apartó los ojos de Amanda y miró a Grace.

–Ha sido un placer conocerte, Grace.

–Lo mismo digo, general.

Antes de que pudiera moverse para acercarse a la puerta, Amanda volvió a sujetarlo y tiró de él has-
ta que quedó frente a ella y, sin saber muy bien lo que hacía, le dio un beso en la mejilla.

–Ten cuidado –le dijo en un susurro mientras se alejaba de él.

Petrificado, Kyrian sólo atinó a parpadear. Pero lo que más lo conmovió fue la preocupación que vio 
en esos ojos de un azul cristalino; la preocupación que Amanda sentía en su corazón. No quería que le 
hicieran daño.

Desiderius está esperando.

Ese pensamiento pasó veloz por su mente. Tenía que marcharse.

Pero alejarse de Amanda era lo más difícil que había hecho jamás.

–Sé feliz, bombón –le deseó él.

–¿Bombón? –preguntó Amanda, ofendida.

Él sonrió.

–Después de lo de «chulo vestido de cuero», te debía una –le dijo dándole unas palmaditas en la 
mano antes de apartarla de su brazo–. Son casi las ocho, será mejor que llames a tu hermana.

Kyrian le soltó las manos y, al instante, la echó en falta.

Intercambió una mirada con Julian. Ésta sería la última vez que se vieran y ambos lo sabían.

–Adiós, adelphos.

–Adiós hermano –le contestó Julian. 

Kyrian se dio la vuelta, abrió la puerta y se dirigió en solitario hacia el coche. Una vez en el interior 
del vehículo, no pudo resistir la tentación de mirar atrás. Aunque no pudiera ver a Amanda, aún podía 
sentir su presencia al otro lado de la puerta, mirándolo.

Era incapaz de recordar la última vez que alguien se había entristecido al ver cómo se marchaba. Y 
tampoco recordaba haber sentido antes esa absurda necesidad de mantener a su lado a una mujer a 
cualquier precio.



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